Pocos
edificios tan inútiles y, a la vez, tan importantes como los depósitos de la
Fiesta del Árbol. La gran torre, en concreto, es el único rasgo distintivo del «skyline»
de nuestra ciudad. Sin ella, Albacete sería un poblachón anónimo vista desde la
distancia. He aquí el motivo, seguramente, por el que se ha conservado en pie, porque
al parecer su vida como infraestructura hidráulica fue muy breve, casi
inexistente. La supervivencia de esa torre cilíndrica solo se justifica por su
condición de mito urbano asociado a la memoria sentimental de esta ciudad. Se
trata de una existencia fantasmal, una presencia periférica que no influye en
modo alguno en nuestras vidas. Pero sin el depósito Albacete no sería Albacete.
Y eso lo sabe muy bien cualquier paisano que regrese de un viaje, especialmente
tras una ausencia prolongada. Conforme vislumbramos la torre desde la
distancia, notamos que se nos forma un nudo en la garganta. «Ya casi estoy en
casa», pensamos. Y con eso basta para justificar que la torre siga allí,
todavía erguida en sus sesenta y pico metros de pura futilidad. Más difícil
resulta justificar la utilidad de la mayoría de los cargos políticos, a quienes
desde hace unos años les ha dado por «poner el valor» (como ellos dicen en su
jerga infame) los depósitos de la Fiesta del Árbol, ocurrencia que ha dado lugar
a un cadena interminable de sinsentidos, un esperpento en el cual lo único que
se ha puesto en valor es el talento de los políticos municipales para
despilfarrar el dinero público. Primero acristalaron la parte superior del
depósito desfigurando su perfil, a semejanza de lo que hacen esos vecinos
díscolos y egoístas con sus balcones y terrazas. Luego hablaron de instalar
allí un «centro de interpretación del agua» (¡tócate!). Ahora el alcalde vuelve
a la carga con renovados bríos. Suerte que a estas alturas ya no nos creemos
casi nada.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/2/2019
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