Ya
se las han apañado los biempensantes para crear un nuevo mártir de la libertad
de expresión. Esta vez se trata de un poeta-tuitero segoviano llamado Camilo de
Ory, y su ofensa consiste en haber hecho chistes a costa de Julen, el pobre
niño que se cayó en un pozo. A este paso, dentro de poco la sagrada causa de la
libertad de expresión y pensamiento contará con su propio santoral, a semejanza
de lo que ocurrió en los primeros tiempos del cristianismo. Este tal Camilo,
desde luego, se ha ganado un lugar destacado en el Elíseo de los “bocachanclas”
donde el periodista Arcadi Espada ocupa el lugar de honor. La cosa tendría su
gracia si no fuera por su reverso oscuro, pues lo cierto es que en este país se
ha vuelto difícil abrir la boca sin que alguien se ofenda y te denuncie. Y en
los casos más célebres, cuando el chiste o ataque verbal tiene como objeto las
instituciones del Estado o las víctimas del terrorismo, la querella puede
proceder directamente de la fiscalía, que acojona mucho más. Se debate sobre
los límites del humor y de la libertad de expresión, y a mí me parece que
tenemos un doble problema. En primer lugar, la dolorosa constatación de que
vivimos en una especie de teocracia donde el hecho de apartarse del pensamiento
recto y mayoritario te puede llevar a la cárcel o al ostracismo. Luego, la
pereza que siente uno al verse obligado a defender a tanto botarate en aras de
la libertad de expresión. Creo que, en lugar de tanta denuncia y tanto
escándalo, sería preferible instaurar una especie de carné por puntos para
poder usar las redes sociales. A la séptima patochada, te vas a tuitear al
váter del bar de la esquina, idiota.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/4/2019
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