La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 31 de diciembre de 2012

¡Con un par!




De todas las imágenes que nos deja este año que hoy termina, quizás la que más perdure sea aquella del rey Juan Carlos posando, fusil en mano, delante de un elefante abatido a tiros. La foto trascendió a raíz de un accidente que el monarca sufrió en Bostwana, mientras participaba en una cacería que al parecer no era la de la foto, aunque tampoco era de perdices. No sospechaba el español medio, tan juancarlista él, que el rey les profesara semejante inquina a los paquidermos. Por ello se armó aquel revuelo que terminó con don Juan Carlos pidiendo perdón a la salida de la clínica donde lo habían operado de una cadera. «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir», dijo con cara compungida el regio paciente, palabras sencillas que obraron a semejanza de una manga de bomberos, pues tuvieron la virtud de apagar la polémica. Casi nueve meses después, sin embargo, creo que ha llegado el momento de volver la vista atrás y realizar un análisis desapasionado de aquellos hechos. Para empezar, ¿alguien puede creerse que la foto de don Juan Carlos y el elefante muerto trascendiera por casualidad? Y no me estoy refiriendo a agitadores republicanos ansiosos por socavar la imagen de la monarquía, sino a la propia casa real. Sostengo la teoría de que la foto de don Juan Carlos con su escopeta enhiesta y el elefante tiroteado a su espalda pretendía alimentar la imagen del rey como un hombre aún vigoroso, un tipo viril, un machote, vamos. Ninguna cualidad se aprecia tanto como la virilidad en un país como el nuestro, donde las palabras «macho» y «cojones» jamás se nos caen de la boca (si hasta las niñas se llaman unas a otras «macho», por si no habían reparado en ello). El caso es que los cataplines del rey llevaban ya tiempo en entredicho. Entre caídas absurdas y demás traspiés, don Juan Carlos nos estaba empezando a parecer un vejete un poco patoso, una figura cómica, vamos. Y eso por no mencionar todo el tiempo que su yerno Urdangarín se ha dedicado a dejarlo como un idiota que no sabe lo que pasa en su casa (real), con o sin la connivencia de la infanta, que eso está aún sub iudice. ¿Qué mejor manera de recomponer la imagen de un rey en plenitud de facultades que sacarlo durante un safari, abatiendo al mamífero terrestre más poderoso del planeta, en plan Tarzán, en plan Gran Cazador Blanco, en plan macho alfa? La idea tiene su garra, hay que reconocerlo, si bien habría sido preferible que omitieran al tipo rubio en pantaloncitos cortos que posa junto al monarca, y que le da a la imagen un aire un tanto equívoco. Con lo que seguramente no contaban esos hipotéticos asesores o creadores de opinión era con que el rey iba a volver a poner el pie donde no debía y se iba a romper la cadera, accidente clásico del vejete cuya imagen se quiere conjurar a toda costa. Y tampoco esas palabras teñidas de arrepentimiento a la salida de la clínica contribuyeron a alimentar la imagen buscada. Vamos, que a ningún Borbón como Dios manda se le ocurriría pedir perdón como un niño al que su mamá ha pillado haciendo una travesura. ¿Se imaginan a Fernando VII pidiendo perdón por ser un déspota y devolver a España a la Edad Media? Ese sí que los tenía bien puestos. Claro que entonces vuelven a la carga los asesores de imagen de su majestad y (siempre según mi teoría) se dedican a sembrar rumores de que el rey tiene un lío con una jamelga alemana que atiende al complicado nombre de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, aunque todos sospechamos que ni una sobredosis de viagra haría factible tal milagro. Pero el golpe maestro, el as definitivo en la manga, vino el pasado lunes, durante el tradicional discurso navideño. ¿Por qué piensan que el rey abandonó la posición sentada de toda la vida para aparecer apoyado en una mesa? ¿No repararon ustedes en el bulto de tamaño exagerado que su majestad lucía en la entrepierna? Vamos, a qué esperan. Les invito a buscar imágenes en internet y constatarlo. Salvo truco o relleno, nadie puede negar que don Juan Carlos los tiene bien puestos. Y que tiemblen los independentistas catalanes igual que tembló el elefante. ¡Con un par!

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 31/12/2012

lunes, 24 de diciembre de 2012

Cervantes y el grillo



Resulta que esta noche es Nochebuena y que hoy es mi cumpleaños, y puedo asegurar que lo de empezar las Navidades con un año más no me llena de alegría. Más bien representa un aldabonazo anual en mi conciencia de tipo de mediana edad: «Casi cincuenta años ya, macho. Dos tercios del camino recorrido. ¿Qué has hecho con tu vida este año?». No, no es fácil acallar a ese Pepito Grillo del demonio al que no hacen mella ni el cava ni las copitas de mistela. Él sigue ahí, haciéndome reproches con esa vocecilla atiplada de grillo mariquita que, sin embargo, se impone a las músicas que brotan de la tele, a los villancicos y hasta al cumpleaños feliz. Es el momento de rendir cuentas. La gente henchida de euforia navideña y yo con la sensación de que, una vez más, he acudido a la cita del grillo con las manos vacías. Aunque este año no tanto. Este año puedo mencionar alguna cosilla que seguramente no va a lograr cuadrar del todo el balance, pero que no deja de representar cierto alivio.
Lo que voy a contarle al maldito grillo es que este año he logrado publicar mi noveno libro, la sexta de mis novelas, un hermoso volumen de 584 páginas que en su cubierta exhibe una espada y una pluma de color azul. Se trata de un libro pergeñado al alimón con mi antiguo profesor Francisco Mendoza, un libro que ha representado algunos retos y no pocas dificultades. Esta novela es mi mejor regalo de cumpleaños y de Navidad. Es un juguete complicado, porque son varios juguetes en uno, como esas cajas chinas que se guardan unas dentro de otras y encajan a la perfección. Así la definió mi amigo Manuel Merenciano en una inspirada presentación de hace unos días, aunque él usó la analogía de esas muñecas rusas llamadas matroskas. En el primer nivel (la matroska más grande) tenemos un volumen que lleva por título Madrid, 1605, y que arranca con la historia de Erasmo López de Mendoza, un antiguo profesor de universidad que en su jubilación se consagra por completo a su pasión de coleccionar libros antiguos. En una librería de viejo de Madrid, Erasmo encuentra un documento fascinante, nada menos que la crónica de un contemporáneo de Cervantes, aprendiz del librero que editó el Quijote. Esta crónica en primera persona representa un nuevo nivel, otra matroska, pues en ella se narra una historia distinta, ambientada a comienzos del siglo XVII y cuyo protagonista es el propio Miguel de Cervantes, embarcado en la aventura de recuperar la única copia manuscrita de su última novela, que le han robado cuando estaba a punto de entregársela al editor. La novela en cuestión no es otra que aquella tan célebre del ingenioso hidalgo, la historia que constituye el núcleo de todas las demás y donde convergen todas las líneas argumentales de Madrid, 1605. Cervantes busca desesperadamente el manuscrito de su Don Quijote, y de las muchas aventuras que le ocurren sabemos por una crónica que leemos a la vez que el protagonista de la trama superior (la contemporánea), el bibliófilo Erasmo López de Mendoza, quien emprende la misma búsqueda que Cervantes emprendió cuatro siglos antes: la del manuscrito autógrafo del Quijote. Dos hombres en busca del mismo manuscrito en dos épocas distintas.  Muñecas rusas, cajas chinas, artificio, literatura. Aunque hay una novela más por encima de todas ellas, la de mi vida, que voy escribiendo trabajosamente y casi a ciegas, a veces con golpes de inspiración, a veces echando penosos borrones. Es una novela a la que, por fortuna, todavía le quedan algunas páginas en blanco. El año próximo, por estas fechas, espero poder contarles otro capítulo. De momento, les deseo una Nochebuena sin sobresaltos y una Navidad dichosa y moderada (a la fuerza ahorcan).
Y a ti, Pepito, que te den.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/12/2012

domingo, 16 de diciembre de 2012

Adiós y gracias



Hace unos días, por un estupendo artículo que firmaba el amigo Fernando Fuentes, me enteré de que cierran El Vidal, lo que fue un disgusto más que añadir a los varios que llevo este año. Ya se encargó él en su columna de glosar las excelencias y peculiaridades del establecimiento. Yo subrayaría esa amabilidad ligeramente hosca (u hosquedad amable, si lo prefieren) que la gente de El Vidal les dispensa a sus clientes. Que nadie espere ser recibido con sonrisas y zalamerías, porque la hospitalidad allí es de un género distinto: más adusta, más de tierra adentro, más sincera. Sin embargo, un buen cliente de El Vidal casi siempre puede contar con una de las mesas reservadas (a decir verdad, todas las mesas están reservadas para los buenos clientes). Se pasa ante la puerta de la cocina con la sensación de que quienes están guisando adentro son gente de nuestra propia familia: madres, abuelas, tías… Luego toca elegir entre las tapas de esa carta escueta pero selectísima que se nutre de las más exquisitas delicatessen de la cocina autóctona: ajo de matadero, patatas asadas, mollejas, higadillos de pollo, carne con ajos, moje, bacalao rebozado, calamares a la andaluza… todo ello cocinado con maestría tal que a veces uno no puede evitar que los ojos se le humedezcan, como ocurría en Ratatouille, esa maravillosa película de animación. Las tapas de El Vidal siempre han sabido a gloria, a cosa auténtica, a infancia. Por eso hemos acabado enamorados del sombrío local, que parece arrancado de una página de la posguerra, de las mesas cojas y los taburetes diminutos, de los azulejos verdosos y hasta del váter de agujero (con la excepción de las señoras, que nunca han mostrado predilección por este último).
Como ocurre con todas las cosas y las personas por las que sentimos afecto, dábamos por sentado que El Vidal era eterno, que seguiría en la calle del Muelle por los siglos de los siglos, con sus mollejas, sus higadillos y hasta su váter de agujero. Y ahora nos enteramos de que sus propietarios se jubilan y el local cierra, y es como si de pronto se resquebrajara el suelo bajo nuestros pies. Tuvimos que superar la muerte de Chanquete y de Antonio Ferrándiz, el actor que lo encarnaba. Hace poco supimos de la desaparición de Miliki y esto a duras penas logramos superarlo. Más recientemente nos enteramos de que nos cierran el parador y acusamos la nueva dentellada en lo más sensible de nuestra memoria infantil. Y ahora van y nos cierran El Vidal, y la sensación de orfandad y desarraigo se agudiza hasta alcanzar límites casi insoportables. A este paso, los de mi generación vamos a empezar a sentirnos como fantasmas deambulando por una ciudad extraña, como exiliados en nuestro propio pueblo, con el único consuelo de buscar refugio en una de esas espurias tabernas irlandesas que prosperan por las esquinas, sin sentirnos en absoluto irlandeses ni tampoco manchegos, únicamente un poco gilipollas, mientras nos empancinamos a base de pintas y de tapas cutres e hipercalóricas, sin dejar de añorar El Vidal, sus pinchos de guarra, su mahou clásica, sus higos con cazalla y su señora que solo te sienta si le caes simpático, como debe ser. Por eso insisto en el mismo asunto que ya glosó el amigo Fernando Fuentes el martes pasado en un artículo certeramente titulado Al calor del amor en El Vidal. Amor es la palabra, y una sensación anticipada de pérdida y de orfandad. Y no me importa repetirme, aun a sabiendas de que él lo dejo todo consignado con la mejor de las prosas. Porque El Vidal bien merece dos artículos, y hasta tres. Y también merece que Fernando y yo, y todos los amigos que quieran unirse, vayamos a decirles adiós a Bernabé, a Sebas, a Tere y a Pepi. Adiós y gracias.
Os habéis merecido un descanso, pero os vamos a echar de menos. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/12/2012

domingo, 9 de diciembre de 2012

Adiós al parador



La semana pasada supimos que cierran el parador de Albacete. La noticia me produjo cierta tristeza, en parte por los casi cincuenta trabajadores del establecimiento que van al paro, pero también por motivos más íntimos, como la nostalgia, la añoranza de la infancia y otras sensiblerías que aquejan a los casi cincuentones, entre los que me hallo. Recuerdo que de niño, a veces, íbamos en el seiscientos de mi padre a tomar un aperitivo en el parador, y que aquello era como ingresar en otro mundo. La mayoría de los habitantes de aquel Albacete de los años setenta no estábamos acostumbrados a los verdes prados, a las pistas de tenis, a la piscina de aguas transparentes y azuladas, a los lujosos salones, los ventanales, los pasillos de suelos relucientes... Era como asomarse a un mundo de lujo y opulencia durante un rato. Ahora son muchos más los que gozan de pistas de tenis y piscinas privadas, por no hablar de verdes extensiones de césped. Pero creo que la imagen del parador y de sus muros encalados, que tan lujosa e idílica se nos antojaba, persiste como si hubiera quedado grabada de forma indeleble en nuestras retinas infantiles.
Y ahora nos cierran el parador porque dicen que no es viable económicamente. Y es como si arrojaran de allí al niño que fuimos, casi como si nos echaran de nuestra propia casa. Trato de consolarme pensando que el establecimiento en sí nunca supuso mucho para la ciudad, quizás porque se edificó en un sitio inapropiado. Habría sido  más sensato situarlo en el castillo de Chinchilla, lo que de paso habría significado la reconstrucción y rehabilitación del histórico edificio. Puestos a levantarlo desde cero, más valdría haberlo hecho en el casco urbano de Albacete, y no en aquel paraje apartado y desolado. Pero don Manuel Fraga, como buen fascistón que era, lo decidió así con un puñetazo en la mesa. La realidad es que nunca ha atraído a muchos visitantes ni ha supuesto un aporte económico de importancia para la ciudad. Y ahora nos dicen que mantenerlo abierto resulta imposible, pues las arcas públicas están vacías por culpa de la mala gestión de los gobiernos anteriores. Antes está el objetivo de déficit, los intereses de la deuda y demás. En fin, que los paradores nacionales no son una prioridad, y menos el nuestro, tan humilde, tan poco relevante en lo arquitectónico, tan deficitario.
Tal y como la explican los señores que blanden la tijera, la cosa suena razonable. Sin embargo, se me antoja que la noticia posee también sus tintes siniestros. Basta con salir a dar una vuelta por Albacete y mirar alrededor para darse cuenta de que por estos andurriales abundan las cosas superfluas y deficitarias. Está el equipo de fútbol local, que ya no parece interesar a nadie. Y también la nueva estación, con la mayoría de sus locales comerciales cerrados o nunca alquilados, y sus AVES fantasmagóricos que viajan a Madrid casi vacíos. Ya puestos, ¿qué hay más deficitario que un colegio o un instituto? ¿Por qué no cerrar la mitad de ellos y concentrar a los alumnos en los restantes, donde un número mucho menor de profesores bastaría para tenerlos a todos atendidos? ¿Y qué me dicen de los hospitales? ¿Es que acaso un país como este, tan venido a menos por culpa de la crisis y del despilfarro, puede permitirse derroches tales como una sanidad pública de calidad y para todos? Caramba, ya puestos ¿por qué no erradicar toda la España de provincias y concentrar a la población en las grandes ciudades? Piensen en la cantidad de millones de euros que se ahorrarían para cubrir el objetivo de déficit y pagar los intereses de la deuda.
Pero mejor será no dar ideas al gobernante, que ya se las arregla él solo, y volver a nuestro punto de partida: Albacete se queda sin su parador y esa es una mala noticia, se mire como se mire. Quizás resulte difícil de entender para quienes no sean de aquí, pero para nosotros el parador es mucho más que un hotel. Es una postal en technicolor que conservamos desde la infancia. De hecho, es casi un sueño, un sueño más que ha quedado abolido por la realidad y por la crisis y por los tiempos siniestros que nos afligen. En fin.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/12/2012

lunes, 3 de diciembre de 2012

Leyendas urbanas



Cada año, a finales de agosto, se nos cuenta que las circunstancias astronómicas nos permitirán ver el planeta Marte del mismo tamaño que la Luna. Por fortuna, esto es completamente falso. No hace falta tener conocimientos avanzados de física o de astronomía para imaginarse la catástrofe gravitatoria que se desencadenaría si fuera verdad. Lo llamativo es que, año tras año, se vuelva a repetir el mismo cuento y que siempre haya gente dispuesta a creérselo. Yo diría que se trata de una cuestión de fe. El hombre no solo necesita creer, sino que necesita creer más de la cuenta. No falta el inevitable antropólogo que interpreta este hecho como un mecanismo de supervivencia. Supongamos que un padre del neolítico le dice a su hijo: «Nene, no juegues con serpientes, que es peligroso», mientras que el padre de la choza de al lado, algo menos moderno, le dice al suyo: «Nene, si juegas con serpientes vendrá el hombre del saco y te llevará». ¿Cuál de los dos niños piensan que tendrá menos posibilidades de morir por culpa de una picadura de serpiente? Hoy en día, además, contamos con un cauce excepcional para la propagación del mito y la superchería. Sin internet, muchas falsas creencias que han alcanzado rango global se quedarían en bromas o en chismes de barrio. Curiosamente, internet es también la mejor fuente para encontrar explicaciones racionales y evidencias que refutan las tonterías que la propia red se encarga de difundir. Veamos algunos ejemplos.
¿Cuántas veces hemos oído que la muralla china es la única construcción humana que es observable desde la Luna a simple vista? Pues bien, vayamos a Google Earth y echemos un vistazo. Resulta que a un altitud de tan solo 300 km. (aproximadamente la mitad de la altura a la que orbita el satélite de Google) la muralla china es por completo invisible. Menudo chasco. Por continuar con el tema de la Luna (fuente inagotable de leyendas antiguas y modernas), ¿quién no ha oído hablar de esa teoría conspirativa según la cual los alunizajes de la NASA no fueron otra cosa que montajes urdidos en un estudio cinematográfico. Incluso existe un documental francés titulado Opération Lune que atribuye las imágenes de los astronautas al cineasta Stanley Kubrick, e incluye la confesión de Henry Kissinger y otros estadistas del momento. Solo al final de la película se nos revela que se trata de una broma. Mientras tanto, mucha gente se habrá dejado convencer de que lo de las misiones Apolo fue un camelo. Y quien no se haya molestado en ver el final del documental, probablemente lo seguirá creyendo toda su vida.
Existe la creencia arraigada de que el cuerpo de Walt Disney fue congelado en espera de un avance médico que permitiera resucitarlo, lo que resulta mucho más interesante que hacer una sencilla comprobación y descubrir que sus cenizas reposan en un cementerio de Los Ángeles. Basta con mirarlo en la web www.findagrave.com («encuentra una tumba»), donde de paso descubriremos que aquello de que Groucho Marx se despidió con una broma final («perdonen que no me levante») no es más que otra monserga. Ni siquiera hay un epitafio sobre su placa. Tan solo su nombre, las fechas de nacimiento y de defunción y una estrella de David.
Necesitamos creer. El mito de que las alcantarillas de Nueva York ocultan una raza de cocodrilos que se alimentan de detritus encierra una dosis muy saludable de misterio y romance. Incluso la creencia, mucho más humilde, de que una cucharilla de café impide que se escape el gas del champán entraña cierta fe en un mundo mejor, un mundo en el que las leyes físicas se someten a la voluntad humana. Hace unos años, desde las páginas de este diario, inventé una historia de fantasmas cuyo escenario era el mismo instituto donde trabajo. Más tarde ciertos investigadores de lo paranormal le dieron carta de naturaleza reproduciéndola en un libro. Ahora mis alumnos quieren venir al instituto de noche para realizar psicofonías y encontrar pruebas de la existencia de esos espectros. ¿Y qué mal hay en ello? Al menos ahora los chicos han encontrado un aliciente para venir al instituto.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 3/12/2012

lunes, 26 de noviembre de 2012

Pequeñas venganzas



Frente a los moralistas que predican que el ansia de venganza es un sentimiento innoble, y la venganza en sí un acto reprobable y degradante, yo opino que una pequeña ración de venganza administrada en el momento oportuno puede resultar muy saludable. Y no me refiero a nada tan dramático como liarse a tiros ni a cuchilladas, sino a pequeñas acciones cotidianas que tienen tanto de venganza como de rebeldía. Bien es cierto que estas mínimas transgresiones no aportan mucho en el plano espiritual, pero sí pueden resultar útiles como desahogo, y poseen además la virtud de distinguirnos del rebaño de los biempensantes, que no es poco. Yo suelo recurrir a una de estas acciones cuando, por ejemplo, recibo la llamada de un teleoperador a la hora de la siesta. Entonces adopto un tono de voz que refleja bastante bien el de un perturbado mental y comienzo a vociferar que yo no quería hacerlo, que fueron las voces las que me obligaron. Otra variedad consiste en fingir un estado de gran excitación sexual y preguntarle a la teleoperadora (funciona mejor con mujeres) si lleva bragas. Cuelgan al instante. Mano de santo.
La de «la pastelería» es una variedad de venganza indirecta, es decir, no va dirigida contra la persona concreta que te ha chinchado, sino contra alguien de la misma calaña. Veamos en qué consiste. Supongamos que me encuentro en una pastelería, quizás con la única pretensión de comprar una barra de pan o una lata de refresco. Y entonces detecto que la clienta que viene detrás de mí es una de esas señoras insoportables a las que he tenido que sufrir tantas veces mientras se demoraban una eternidad en comprar pastelitos («ponme dos cañas y un miguelito, no, no, mejor uno de esos espolvoreados de coco, ¿no tienes para diabéticos?). Entonces le hago probar su propia medicina, y aunque mi intención original fuese comprar un solitario bollo de mosto, empleo los siguientes quince minutos en pedirle a la dependienta que me confeccione una bandeja de pasteles, cambiando de idea varias veces y pidiendo explicaciones sobres las distintas clases. Los resoplidos de impaciencia de la señora insoportable me suenan a música celestial. Igual que los de las abuelitas en la cola del supermercado, cuando extraigo un mi monedero y me dedico al laborioso cómputo de diez euros en monedas de uno, dos y cinco céntimos.
En la cola del banco, cuando compruebo que detrás de mí viene algún jubilado de los que solo conocen la prisa cuando son ellos los que tienen que esperar, acribillo al cajero a preguntas sobre todos los pormenores de mi cuenta corriente, y luego me intereso por la salud de su esposa, por las notas de sus hijos y por sus últimas vacaciones. Cuando me dispongo a abandonar un aparcamiento y alguien me toca el pito para que abrevie la maniobra, saco un periódico que siempre guardo en el coche para estas ocasiones y me entretengo haciendo el sudoku o el crucigrama. Para las próximas vacaciones, tengo preparado un CD en el que he grabado ruidos de taladradora, ladridos, trifulcas familiares y los últimos éxitos latinos de Europa FM. Usaré un temporizador para que mis vecinos lo oigan a todo volumen mientras yo disfruto del mar o del campo.
Pero existe una obra maestra de estas venganzas en miniatura, la venganza definitiva, la que todavía no me he atrevido a perpetrar. ¿Adivinan en qué consiste? Pues sí, en seguir hasta la puerta de su domicilio a uno de estos individuos que sacan a defecar a su perrito en la vía pública y no recogen los excrementos. Excuso decirles lo que tengo pensado hacer a continuación.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/11/2012

domingo, 18 de noviembre de 2012

"Madrid, 1605"



Mi amigo Erasmo López de Mendoza, que antes fue profesor mío de literatura, tiene una de las colecciones de libros antiguos más impresionantes que conozco. Con los libros antiguos ocurre algo curioso. Uno los imagina como mamotretos apolillados, pero con frecuencia su estado de conservación es mejor que el de ediciones que salieron a la calle hace apenas diez años. Y eso por no hablar del tacto del papel, de la belleza de los grabados, de la elegancia de los tipos usados en su composición, de su misma fragancia…  Todo ello tiene que ver con el arte del antiguo oficio de impresor (ahora casi perdido) y con la calidad del papel, que antaño se confeccionaba con trapos, sin ácidos ni química. Pero me estoy desviando del asunto de este artículo. Les hablaba de Erasmo López de Mendoza, un enamorado de los libros con pedigrí, y también un tipo un tanto peculiar, excéntrico. Él afirma que el auténtico coleccionista es capaz de prostituir a su santa madre o de vender su alma inmortal con tal de conseguir el ejemplar ansiado. No me consta que sea así en su caso, aunque no me sorprendería.
En nuestro último encuentro, precisamente, me habló de una de esas «piezas» que son el sueño de cualquier bibliófilo. Me confió que se trataba de una crónica manuscrita que él mismo había hallado por azar en una librería de viejo de Madrid. «Una librería de la calle Mayor», me dijo, «a un tiro de piedra del lugar donde tenía su negocio Francisco de Robles, el librero-editor del Quijote». Y con el Quijote, precisamente, tenía que ver el asunto. «Es algo increíble», continuó. «La crónica la firma un tal Gonzalo de Córdoba que era aprendiz del librero Robles a principios del siglo XVII, por los años en que se publicó El ingenioso hidalgo. Apenas sabemos nada de lo acontecido antes de que tan notable libro viera la luz, pero el autor de esta crónica relata, con pelos y señales, una historia que tiene como protagonistas, aparte de a él mismo, a su amo el librero Robles, a un viejo soldado llamado Miguel de Cervantes, a las hermanas, la esposa y la hija de este y a un tal Lope de Vega, comediógrafo que ya hacía furor por aquellos días. Y tras ellos, toda una legión de actores secundarios: pícaros, espadachines, pordioseros, clérigos, venteros, tahúres, desolladores, putas, buscavidas… Toda la chusma que pululaba por el Madrid de los Austrias en nuestro Siglo de Oro».
«¿Dices que has encontrado la crónica de alguien que fue testigo de la publicación del Quijote?», pregunté convencido de que mi viejo profesor me estaba tomando el pelo. «Así es», respondió él, «de su publicación y también de su escritura. Y algunas de las cosas que cuenta el amigo Gonzalo son tan increíbles que nadie habría podido imaginarlas. ¿Sabes que el manuscrito del Quijote fue robado y anduvo desaparecido durante un tiempo? No puedes ni figurarte las andanzas que el pobre Cervantes vivió cuando se embarcó en su búsqueda, ni quién estaba detrás del asunto». En este punto la voz de Erasmo se convirtió en un susurro. «Y lo que es más increíble. ¿Te imaginas que dicho manuscrito no se hubiera perdido y que la crónica de este Gonzalo de Córdoba fuera ser la llave para encontrarlo? ¿Comprendes el incalculable valor de un tesoro semejante?». En ese momento ya no me cupo la menor duda de que Erasmo se estaba riendo de mí. «Así que el manuscrito del Quijote», bufé. «¡Lo que me estás contando es una novela!».
Él sonrió taimadamente. «Tal vez sí, tal vez no. Pero si lo fuera, ¿no merecería la pena leerla?». 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/11/2012

lunes, 12 de noviembre de 2012

Detectives



En 1841 Edgar Allan Poe le encomendó a Auguste Dupin, el primer detective moderno de ficción, la resolución del brutal asesinato de una madre y su hija. Esto ocurría en un relato titulado Los crímenes de la calle Morgue. Desde entonces hemos conocido a infinidad de detectives, desde el inmortal Sherlock Holmes (del que siguen apareciendo aventuras apócrifas que no suelen ser ni muy inspiradas ni muy necesarias), hasta Robert Langdom, ese profesor de Harvard que se embarca en la búsqueda del grial en la novela de Dan Brown. Precisamente de esta última variedad detectivesca podemos constatar una auténtica avalancha en las mesas de novedades de las librerías. Y me refiero al prototipo del intelectual que es también hombre de acción (al estilo de Indiana Jones), inmerso en la búsqueda de reliquias del cristianismo, entre templarios, sectas herméticas y demás parafernalia pseudo-mística. Son novelas que suelen pecar de fantasiosas y poco imaginativas, y que sufren sus carencias literarias a base de acumular datos históricos traídos por los pelos, de inventar otros y de tergiversar aquellos que no cuadran con la trama. Sus autores, sin embargo, olvidan que todo género tiene sus códigos, y que los de la novela detectivesca ya los expuso con gran acierto el autor norteamericano S. S. Van Dine a finales de la década de los veinte del pasado siglo. Veamos:
1. El lector debe tener las mismas oportunidades que el detective para resolver el misterio, y por tanto están prohibidos los trucos y los engaños deliberados. No vale que la muerte resulte ser por accidente o por suicidio.
2. Quedan asimismo prohibidas las tramas amorosas. Se trata de llevar a un criminal ante la justicia, y no a una novia al altar.
3. El detective no puede ser el culpable. Tampoco un criado o mayordomo o cualquiera que no haya desempeñado un papel relevante en la trama.
4. Al culpable se ha de llegar a través de la deducción lógica, y no por accidente, por coincidencia o por una confesión inmotivada.
5.  En una novela detectivesca debe haber un detective, y un detective no es tal a menos que «detecte». Su labor es reunir las pistas que finalmente conducirán a la persona que cometió el crimen en el primer capítulo. Si el detective no alcanza sus conclusiones a través del análisis de las pruebas, no habrá resulto el problema mejor que el escolar que aprueba un examen copiando o contestando al azar.
6. En toda ficción detectivesca debe haber al menos un cadáver, y cuanto más muerto esté, mejor. No bastará con ningún crimen de menor gravedad que el asesinato. Trescientas páginas son demasiadas para un delito que no sea el máximo. A fin de cuentas, las molestias que se toma el lector y su gasto de energía deben ser recompensados.
7. No se admiten sociedades secretas ni camorras ni mafias ni conspiraciones de ningún tipo.
8. Una historia detectivesca debe prescindir de pasajes descriptivos o «atmosféricos». Quedan prohibidas asimismo las tramas secundarias y los análisis psicológicos de los personajes, por sutiles que sean.
Y así hasta completar una veintena de reglas que todos esos clones de Dan Brown (y también el propio Dan Brown) no harían mal en observar. Y dicho esto, confesaré que dentro de poco voy a publicar mi propia novela de género detectivesco, y que en ella no he respetado ni uno solo de estos mandamientos. Pero ¿para qué están las reglas sino es para saltárselas? Pues eso, que les deseo muchas y felices lecturas.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 12/11/2012

martes, 6 de noviembre de 2012

La educación en los tiempos del PP



Cuando no estoy escribiendo estas columnas y algunas otras cosillas (es decir, casi siempre), enseño inglés en un instituto de Albacete. No sé si se me puede considerar un profesor vocacional, aunque lo cierto es que jamás consideré la posibilidad de hacer otra cosa. Salí del instituto para ir a la facultad, y cinco años más tarde salí de la facultad para volver al instituto, donde todavía estoy. Y me sigue gustando lo que hago. Trabajar con personas en lugar de con papeles o con máquinas encierra un factor de emoción que hace la tarea interesante. Si estas personas son niños o adolescentes, la emoción se multiplica debido a la inestabilidad de la materia prima. No importa cuánto se prepare una clase, siempre habrá un margen amplio para lo inesperado que el profesor habrá de resolver con su experiencia, con sus recursos o encomendándose a la Divina Providencia, que es lo que yo hago cada vez que traspongo el umbral del aula. Un trabajo interesante, vaya. Un trabajo que rechaza el tedio y la rutina. Y eso está bien.
Empecé en esto hace 25 años (o bien un cuarto de siglo, que suena más contundente) y desde entonces he visto muchos cambios, y no todos negativos. En mis primeros días en las aulas, los grupos con los que trabajaba eran muy numerosos, de no menos de cuarenta alumnos. Después este número se recortó de forma considerable, lo que demuestra que no siempre los recortes son malos. Los cambios a peor también llegaron, como la calamitosa reforma educativa impulsada por los gobiernos socialistas, y las no menos calamitosas mini reformas que, a modo de parches, impulsaron los gobiernos posteriores. Sin embargo, lo fuimos encajando todo sin excesivos traumas. Es lo que tiene ser funcionario. La estabilidad en el trabajo permite mirar las cosas en perspectiva, lo mejor para ganar en paciencia y aguante.
Lo que está ocurriendo últimamente, sin embargo, ya no resulta tan fácil de encajar, por muchas habilidades de púgil fajador uno que haya desarrollado. Me imagino que al lector en general, al que la crisis también habrá castigado lo suyo, le hará poca mella que se le hable del aumento de horas lectivas, de los recortes salariales, de todos esos profesores interinos en paro, de la inestabilidad que sufrimos los que todavía trabajamos… Muchos de mis compañeros se manifiestan cada semana provistos de pancartas y camisetas verdes, y no parece que estas protestas cosechen otra cosa que indiferencia entre los ciudadanos. Y me parece lógico, porque quien más quien menos, todo el mundo anda con el agua al cuello y no tiene ganas de preocuparse de los problemas ajenos, máxime si son los de un colectivo que siempre ha desprendido cierto tufo a casta privilegiada, como es el caso del mío.
Lo que me sorprende es que la ciudadanía no reaccione al saber que el instituto o el colegio donde estudian sus hijos carece de medios para afrontar los gastos más esenciales, como la electricidad o la calefacción. Porque yo no he dejado de pagar los impuestos con los que se supone que se costean estas cosas, y me imagino que ustedes tampoco. También me asombra que las delegaciones de educación (ahora llamadas «servicios periféricos») no reciban más visitas de padres indignados porque las clases de sus hijos sean mucho más numerosas que las del curso pasado, o porque los chicos sigan sin profesor de esta o aquella asignatura cuando el profesor titular lleva ya semanas de baja.
La semana pasada, sin ir más lejos, una madre me comunicaba su angustia, pues su hijo lleva más de un mes sin profesor de inglés, siendo esta la única asignatura que le queda para terminar su bachillerato. Me habría gustado tranquilizarla, darle alguna garantía de que todo se arreglará, pero no pude hacerlo. Porque la enseñanza pública ya no es lo que era. Es más, me pregunto si seguirá existiendo la enseñanza pública cuando los individuos que nos gobiernan regresen a sus cavernas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/11/2012 

domingo, 28 de octubre de 2012

Negativos



Toda ruptura comporta una pérdida. Una parte de nuestras vidas se desvanece, y el naufragio arrastra consigo muchos de los objetos acumulados durante ese tiempo. Nos consolamos repitiéndonos que siempre es posible reemplazar las cosas. Pero enseguida comprendemos la falacia que contiene ese pensamiento, y lo poco eficaz que resulta como consuelo. Porque hay objetos que, más que poseerlos, nos poseen, como aquel reloj del cuento de Cortázar. Un sillón, un cuadro, un libro o hasta una humilde taza pueden contener partes de nosotros. Durante años incorporamos esos objetos a nuestras vidas, y al hacerlo los dejamos impregnados de recuerdos, de sensaciones y de sentimientos, como si nuestro yo más íntimo se expandiera y ramificara a través de la materia inerte de las cosas que nos rodean. Vivir es coleccionar y es perder, y todo coleccionista conoce bien el dolor de la pérdida. Es fácil reemplazar un libro. Es fácil reemplazar un disco. Pero nunca serán el mismo libro ni el mismo disco. No es el contenido lo que importa, sino el soporte en sí, el objeto. En el libro viejo, el que se han llevado, estaba yo. No así en el nuevo.
Todo esto cobra especial dimensión en el caso de los álbumes de fotos. Hubo un tiempo en que casi no nos retrataban. Una fotografía era algo extraordinario que se reservaba para las ocasiones especiales. El bebé posaba para el fotógrafo con su culete al aire. Unos años más tarde, el mismo niño volvía a posar endomingado de primera comunión. Y entre una imagen y otra, con suerte, habría media docena más, todas ellas en blanco y negro, todas con ocasión de algo, como piedras miliarias a lo largo del camino. Luego nuestros padres se compraron la Kodak Instamatic y la cosa cambió. Pero nadie disparaba fotos a capricho, al buen tuntún. El revelado era caro y se procuraba que cada disparo mereciera la pena. Mis fotos de la infancia aumentan a partir de mi séptimo cumpleaños, pero su cantidad permanece dentro de márgenes modestos. Ahora ya no es así. La fotografía digital ha multiplicado las imágenes, quizás de forma innecesaria. Tan solo en sus primeros días de existencia, cualquier niño es fotografiado cuatro, seis, diez veces más que un ciudadano del pasado siglo durante toda su vida. Aunque, como siempre ocurre, existe una generación-puente, y me refiero a la de los chicos que rondan ahora los dieciocho años, y cuya primera infancia transcurrió aún en la época de la fotografía analógica y el revelado químico.
Mi hijo pertenece a esa generación. Los primeros compases de su vida, sus primeros años, se registraron con cámaras analógicas. Sus imágenes de la infancia, con ser mucho más numerosas que las mías, no alcanzan ni por asomo el diluvio de tomas que sufre cualquier infante de ahora mismo. Bastaban tres o cuatro álbumes para contenerlas a todas. Y parte de esos álbumes desaparecieron con mi reciente ruptura. Di esas fotos por perdidas para siempre y traté de consolarme pensando que eran solamente eso, fotos, imágenes inertes de un pasado que había quedado atrás. Pero muchas veces me venía a la memoria esa foto tomada en el paseo de la Feria una primavera, con el niño en brazos, yo con una cazadora vaquera que ahora no me vendría, él con un niqui a rayas y unos pantaloncitos de color crema, y sus rizos de bebé, y los ojos muy brillantes, abiertos de par en par. Recordaba esa imagen y muchas otras con la melancolía de lo perdido para siempre. Y lamentaba la pérdida por grande y por irreparable, porque no se trataba únicamente de fotos, sino de pedazos latentes de mis recuerdos y de mis afectos.
Pero ahora estoy de enhorabuena. He descubierto que existe un ingenio llamado escáner de negativos, y gracias a él estoy recuperando poco a poco todas esas imágenes perdidas, y muchas otras que nunca llegué a ver, porque en el laboratorio no las consideraron dignas de la bendición del positivado. El escáner de negativos es mi versión de la máquina del tiempo, mi modo empírico de demostrar que existe un núcleo intacto de afecto entre aquel bebé que yo sostenía en mis brazos y este adolescente malhumorado con quien, una vez más, he discutido esta mañana.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/10/2012

domingo, 21 de octubre de 2012

El rey del jazz



Malik Yaqub era un jazzman callejero. Y digo «era» porque acaba de fallecer de un enfisema pulmonar. Yaqub tocaba el saxofón en la madrileña plaza de Callao. Ganaba apenas lo suficiente para pagarse la pensión y no ambicionaba mucho más. Según él mismo contaba, una señora de la vecindad lo denunció porque tocaba justo en el lugar donde ella llevaba a mear a su perro. Frío y lluvia, caras anónimas que pasan sin detenerse, ruido de cláxones y motores en la Gran Vía. Y en una esquina de este cuadro pintado en ocres y grises y humo y confusión, una gota de belleza: un saxofonista negro que desgrana, con dedos expertos, una versión jazzy de Stormy Weather. La típica vida de todo músico callejero. ¿O acaso no fue así?
De Malik Yaqub he sabido por la noticia aparecida en la edición del jueves de El País, y reproducida por un contertulio mío de Facebook. Pero él no siempre fue Malik Yaqub. En su Kansas City natal lo bautizaron como Mack Spears, y dicen que con menos de veinte años disfrutaba ya de la admiración de músicos como Miles Davis y John Coltrane. Eso dicen y yo me lo creo. Se trasladó a San Francisco, y luego a los clubes de jazz de Nueva York. Y allí se metió en líos y en drogas, hasta que encontró paz y dignidad en la Nación del Islam, como tantos afroamericanos de su generación. Pero sus creencias lo llevaron también a la cárcel por negarse a ir a Vietnam. Y dicen que jamás se ha oído una big band como la que Yaqub y otros músicos reclusos formaron en el presidio de Sandstone, del que salió para abandonar de inmediato el país. Como un personaje bíblico, anduvo errante por Egipto y por Etiopía, donde el negus Haile Selassie lo coronó «rey del jazz». Y por fin vino a España y decidió tocar en la calle porque no se entendía con los dueños de los clubes. Quisieron expulsarlo, pero una campaña de los medios especializados logró que le dejaran quedarse. Recibió homenajes y tocó en varias ciudades de nuestro país. Pero Stormy Weather siguió oyéndose en plaza de Callao por encima de los ruidos del tráfico y de la indiferencia de los peatones. Hasta que un día de la semana pasada al saxo de Malik Yaqub se le rompió su pieza más importante.
«Una vida digna de un biopic», fue el encabezado que le puse en Facebook a esta noticia. Y entonces, por esas cosas del azar y de la casualidad, apareció mi amigo León Molina para contar lo siguiente: Hace un buen montón de años lo traje a los conciertos que organizábamos en el desaparecido El Nilo. Inolvidable el momento en que, en medio del silencio tras un tema, de pronto gritó a voz en cuello «yabadabadúúúú» y se lanzó a tocar el conocido tema de Los Picapiedra. Ni el grupo lo sabía, y tuvo que tirarse a los instrumentos para seguirle como podían. Tocó el tema a mil por hora, y lo fue retorciendo y transformando hasta acabar en un delirio freejazzero entre el regocijo del público, que nos pusimos a tope. El final del tema fue un clamor y un desbarre de locura, con Malik haciendo amago de seguir, la gente chillando, los músicos dejando los instrumentos con cara de risa y sorpresa y de «a este tío no hay quien lo siga»; momentos mágicos que están en la esencia y la leyenda del jazz. Descanse en paz Malik, un outsider entregado a una pasión, leyenda casi anónima en las mismas tripas de las leyendas del jazz.
Gracias por este recuerdo, León. Y gracias a Malik Yaqub, rey del jazz, príncipe del swing, sumo sacerdote del templo del soul, por el regalo de tu vida y de tu talento.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/10/2012

domingo, 14 de octubre de 2012

Muerte en el garaje




El otro día telefoneé a un amigo escritor que reside en un pueblo cercano a Valencia. Era una de estas llamadas que uno hace sin otro motivo que el de charlar un rato y mantener el contacto. Sin embargo, me quedé de piedra cuando, tras un rato de conversación intrascendente, mi amigo me reveló que había estado a punto de morir ahogado dentro de su propio coche. Los usos sociales no nos adiestran para situaciones como esta, de modo que rompí a reír con la esperanza de que me estuviera tomando el pelo. Por desgracia, no era así, aunque él también estalló en carcajadas. Y siguió riendo mientras me relataba una de las historias de la vida real más espeluznantes que he oído en los últimos tiempos.
Me dijo que el día de autos le habían entregado su nuevo coche, un modelo flamante que descansaba en su garaje junto al pequeño utilitario que el matrimonio emplea para los desplazamientos cortos. Era viernes, aquel viernes de hace un par de semanas en que llovió tantísimo. Pero en Valencia fue mucho peor. Allí las precipitaciones fueron de tal magnitud que el alcantarillado no daba abasto para evacuar tanta agua. Su esposa y él empezaron a preocuparse al comprobar que su chalet se había convertido en una especie de navío varado, y que su jardín había quedado sumergido bajo una riada de proporciones bíblicas. Fue entonces cuando acordaron calzarse unas botas de agua y bajar al garaje para tratar de poner a salvo ambos coches (recordemos que uno de ellos lo habían recogido apenas unas horas antes). Mala idea, porque la situación empeoraba a tal velocidad que más les habría valido usar un equipo de buceo. La esposa de mi amigo, no obstante, logró subir por la rampa con el utilitario pequeño, aunque se vio obligada a sortear varios contenedores de basura que bajaban arrastrados por la embravecida corriente. Él no tuvo tanta suerte. La puerta del garaje se quedó bloqueada, el agua entraba ya dentro del coche y el motor estaba muerto. Desde el exterior, su esposa le hacía gestos frenéticos para que saliera de allí. Pero, ay, la presión del agua era tan grande que no había forma de abrir la puerta del vehículo. Era como si una mano gigantesca la empujara desde fuera. A todo esto, el agua superaba ya el nivel de las ventanillas, y él comenzaba a sentirse como Leonardo DiCrapio en la última media hora de la película Titanic. «¡Saaal, por Dioooos!», gritaba ella, y mi amigo juzgó que su esposa era demasiado joven para convertirla en viuda prematura, de modo que reunió todas sus fuerzas en un último y desesperado empellón que logró desbloquear la puerta del coche unos centímetros. El agua penetró en tromba dentro del habitáculo (junto con otros objetos, como botellas vacías y una especie de engrudo que al principió no identificó). Sin embargo la presión se había igualado en ambos lados y ya era posible abrir la puerta por completo y salir de aquella trampa acuática. Conforme se ponía a salvo nadando, mi amigo comprobó que lo que había bloqueado la puerta no era solo el agua, sino también los doscientos últimos ejemplares de cierta novela suya que la editorial había decidido descatalogar, y que aguardaban un mejor destino guardados en cajas dentro de su garaje. Ahora esos cientos de kilos de papel flotaban libremente, convertidos en una masa gelatinosa y tumefacta. Nadie que yo conozca ha estado tan cerca de morir a causa de la literatura.
«Imagínate mi artículo en la Wikipedia», dijo mi amigo para concluir. «Sin salir de su propio garaje, el autor pereció aplastado por los ejemplares liquidados de su segunda novela y ahogado como una rata». No pude contestarle. Apenas tuve tiempo para salir corriendo hacia el baño, porque, con tanta agua y tanta risa, estaba a punto de perder el control de mi vejiga. Luego me vino a la mente un pensamiento filosófico, aunque poco consolador: «Por la mañana te levantas y tienes coche nuevo. Por la tarde estás muerto». Qué extraña es la vida.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/10/2012

Nota: El consejo de los expertos es que, en caso de hundirte en el agua dentro de un coche, intentes salir lo antes que puedes, sin esperar a que las presiones se igualen, porque si no probablemente te encontrarás esperando el día del Juicio Final. Dejo un vídeo ilustrativo de la serie británica "Top Gear".




domingo, 7 de octubre de 2012

Ubicuidad



Me declaro un entusiasta de Google Street View. Doy por hecho que la mayoría de los lectores saben de qué estoy hablando. Por si no fuera así, aclaro que me refiero a un servicio ofrecido por el celebérrimo motor de búsqueda, una especie de telescopio mundial que permite ver, palmo a palmo, las calles de las principales ciudades del mundo, y también las de aquellas que no son tan principales, como por ejemplo la nuestra. Antes teníamos que contentarnos con los mapas. Ahora, internet nos permite introducirnos dentro del plano y echar un vistazo, o incluso darnos un garbeo virtual, ya sea por la Quinta Avenida o por la calle Tesifonte Gallego. Claro que se trata solamente de fotografías. Lo que vemos es una imagen congelada (aunque muy realista) del momento en que el coche de Google pasó por allí para registrar la calle en cuestión. Aun así, el invento no deja de desprender un cierto aroma a magia y maravilla, al menos para los que aún seguimos encandilados con esa herramienta infinita que es la red. Yo lo uso con frecuencia. Rara es la vez en que, a la hora de planear un viaje, no eche mano del Street View para saber cómo son las calles que tendré que atravesar, más allá del esquematismo bidimensional de los mapas. Me fijo en la densidad del tráfico, en la disposición de las señales, en los comercios que tomaré como referencia para doblar por esta o aquella esquina… Incluso les echo un vistazo a los viandantes, aunque Google, con laboriosidad de himenóptero, se encarga de emborronar las caras de la gente y las matrículas de los vehículos, no vaya a caerles una demanda de las de ocho cifras. Concluyendo, casi diría que realizo un ensayo general del viaje antes de ponerme al volante. Sé que con esto hace mi vida mucho más previsible y le resta emoción. Pero para mí lo inesperado siempre ha sido sinónimo de peligro, por lo que no me importa sacrificar la emoción en aras de la seguridad, sobre todo cuando estoy al volante. Cosas de hacerse mayor.
Hasta aquí creo que todo es normal, y sé que muchos se sentirán identificados. Lo que puede que no sea tan convencional es el uso que he empezado a darle al Street View de un tiempo a esta parte. Ahora ya no me conformo con echar un vistazo antes del viaje, sino que también me demoro en regresar virtualmente a los lugares ya recorridos, calle por calle, plaza por plaza, cada parque, cada fachada y cada portal, cada comercio, y hasta cada árbol, banco o papelera. Y así, una vez concluido el viaje, emprendo un segundo viaje sin abandonar el estudio donde está mi ordenador, un viaje ensimismado y solitario, pero tanto o más placentero que el original. Con frecuencia este viaje de mentira restituye a mi memoria el otro, el de verdad, y con un grado de detalle y realismo al que son ajenos las fotografías y los vídeos que pueda haber traído conmigo. Google me permite avanzar y retroceder, alzar la vista y mirar a los lados, y tengo la sensación de que soy capaz de oler las calles, de oír las voces y los rumores de esas ciudades lejanas que ya solo existían como retazos en mi memoria. Les pongo caras reales a esos rostros emborronados con los que me cruzo a cada clic de ratón. La ciudad vuelve a mí y yo vuelvo a la ciudad, a todas las ciudades cuyas calles he medido con mis pasos, ya sea hace un par de meses o hace treinta años. Y allí estoy de nuevo, pero esta vez ubicuo y omnipotente, como si mi vista abarcara el mundo entero. Soy el poseedor de las botas de siete leguas del cuento infantil, o mejor aún, de ese aleph del relato de Borges, un punto del espacio desde el cual son visibles todos los lugares del universo, con absoluto detalle y vertiginosa simultaneidad. El aleph de Borges se hallaba en el sótano de un edificio de la calle Garay, en Buenos Aires. El mío está aquí mismo, sobre mi escritorio. Lo estoy mirando ahora. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/10/2012


lunes, 1 de octubre de 2012

Diseño inteligente



Tengo observado que la mayoría de las noticias tontas y estrambóticas nos llegan desde los Estados Unidos. No sé si aquella nación (tan admirable por otro lado) es especialmente proclive a la tontería o si el problema es, más bien, la magnitud de aquel país y la fuerza de sus mass media. La cuestión es que cualquier sandez que en otro sitio pasaría desapercibida allí adquiere de inmediato el rango de noticia internacional, como si resultase amplificada por una descomunal caja de resonancia. Un ejemplo es esa doctrina denominada «creacionismo», que refuta a Darwin en virtud de supuestos hallazgos incontrovertibles, por ejemplo las huellas de un dinosaurio y de un ser humano en el mismo estrato geológico, lo que viene a tener tanto rigor científico como un episodio de Los Picapiedra.  Un desarrollo algo menos cateto de esta doctrina es el denominado «diseño inteligente», según el cual la complejidad y la perfecta arquitectura del universo excluye el azar y demuestra la existencia de una voluntad superior, un plan divino. Tomemos, por ejemplo, la perfección del ojo humano, en el que no se observa redundancia alguna, en el que la alteración de cualquiera de las partes destruye la funcionalidad del conjunto. Sin negar la existencia de la evolución, el diseño inteligente propugna la necesidad de un Gran Ingeniero que ordene y dé sentido el proceso, más allá del ciego azar que representa la selección natural.
Para la inmensa mayoría de los investigadores serios, esto no es más que cháchara pseudocientífica. Por cada ejemplo de diseño funcional, cualquier médico o biólogo podría ofrecer diez contraejemplos mucho más concluyentes, y eso sin necesidad de abandonar el ámbito del cuerpo humano: el apéndice, un órgano vestigial y sin función conocida, salvo la de poner en peligro nuestra salud cuando menos lo esperamos, los errores y albures en la transmisión de nuestro código genético, que tantas enfermedades y malformaciones provocan, la imperfección de nuestra estructura ósea y las dolencias asociadas a nuestra posición erguida, o incluso un defecto de diseño tan elemental como el hecho de que, en las hembras humanas, el aparato reproductor y el aparato excretor se encuentren a apenas cuatro centímetros de distancia (calculado a ojo, no he usado regla), lo que supone un riesgo de infección grande y permanente.
Sin necesidad de ser biólogo, a mí también se me ocurren varias mejoras sencillas que harían nuestra vida mucho más fácil y placentera, mejoras en las que el Gran Ingeniero no parece haber reparado. Sería estupendo, por ejemplo, que pudiéramos desconectar nuestros sentidos a voluntad, igual que desconectamos un micrófono o una cámara de vídeo. La cantidad de olores nauseabundos, de imágenes desagradables y de molestias que nos ahorraríamos de ese modo. Cualquier profesor sueña con poder desconectar su sentido del oído de vez en cuando, en tanto que ello supondría una fuente inagotable de paz y de bienestar. Yo, en concreto, podría volver a dormir la siesta, lo que me resulta imposible desde que las hijas de mis vecinos han elegido esa franja horaria para escuchar insoportables éxitos latinos a todo volumen (maldito error, maldita luna, que me desangra y me tortura).
Aunque, bien mirado, casi prefiero conservar este defecto de diseño y no ser capaz de desconectar mis sentidos a capricho. Tal y como están las cosas, la tentación sería demasiado grande, y me pasaría el día sin querer ver ni oír nada, y de ese modo no tendría nada que decir, como los tres monos de la tradición japonesa que tantas veces hemos visto reproducidos en ilustraciones y figuras. Así nos querrían ver nuestros gobernantes, como los monitos de marras, incapaces de ver ni oír, y perfectamente silenciosos ante tanto desmán, tanta injusticia y tanta manipulación. Por suerte, no parece que eso vaya a ocurrir, toda vez que estamos condenados a observar, a escuchar y a extraer conclusiones, y cada vez menos dispuestos a sufrir en silencio.
Por una vez el diseño inteligente no me parece una completa estupidez, miren por dónde.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/10/2012

lunes, 24 de septiembre de 2012

La otra feria




La enfermedad de un familiar cercano me ha obligado a quedarme varios días en el hospital. Pero no es de eso de lo que trata este artículo. Ni siquiera del buen hacer y la dedicación de nuestro personal sanitario, aunque no por ello quiero dejar de expresar aquí mi gratitud. De lo que deseo hablar es de las visitas que reciben los pacientes hospitalizados. ¿Quién habría imaginado que el hospital recibiera tantos visitantes como el círculo interior durante un fin de semana de Feria? (De acuerdo, tal vez exagere un poco, pero la analogía me parece válida).
La cosa empezó durante la angustiosa espera en urgencias. Aunque puede que esta sea la parte más previsible y lógica de la historia. Un servicio de urgencias siempre posee cierta atmósfera de bullicio y desorden que recuerda a la de las películas bélicas. Y todos estarán familiarizados con la expresión «allí había más gente que en la guerra», lo que ha cobrado un nuevo sentido desde que nuestros gobernantes empezaron a blandir la tijera. En fin, que allí había más gente que en la guerra. Y todos hablaban a gritos, bien entre ellos o a sus teléfonos móviles. Algunos hasta reían y bromeaban mientras media docena de niños correteaban entre la multitud. Y hasta tuve el privilegio de asistir al desgarrador soliloquio de una anciana que esperaba sentada en una silla de ruedas. La buena mujer acusaba a sus hijos de querer deshacerse de ella para quedarse «con sus perras», y de otras muchas crueldades que prefiero silenciar. Mientras tanto una de las hijas, la que la había acompañado, asentía entre triste y resignada. Hasta aquí todo normal.
Lo que considero menos aceptable es lo que encontré cuando a mi familiar lo trasladaron por fin a planta. Tengo entendido que en los hospitales anglosajones no se permite que los familiares permanezcan con los pacientes fuera del horario de visitas. En nuestro país, sin embargo, se da por sentado que los enfermos gozarán de la ayuda y la vigilancia permanente de alguna persona cercana. Nuestra idiosincrasia no lo concebiría de otra manera, y el sistema sanitario cuenta con ello para su funcionamiento cotidiano. ¿Pero en qué ayudan esas manadas de visitantes que empiezan a llenar los hospitales desde buena mañana y se quedan hasta bien entrada la noche?
Mi familiar compartía habitación con otros dos enfermos, cada uno de ellos con su correspondiente cuidador. Tenemos, por tanto, un aforo fijo de seis personas. Pues bien, hubo momentos en que llegué a contar hasta dieciocho personas en la habitación, visitantes sin duda bienintencionados, pero cuya ruidosa presencia perturbaba el descanso y la intimidad de los pacientes y, sobre todo, dificultaba el trabajo del personal sanitario. Como profesor, trato de imaginar lo que ocurriría si cualquiera pudiera entrar a mis clases como Perico por su casa. Sin embargo, los médicos, enfermeras y celadores se ven obligados a sortear auténticas multitudes para poder prestar los cuidados necesarios a los enfermos. En ocasiones, tienen que pedirles a las visitas que abandonen la habitación, pues no resulta ni decoroso ni aséptico hacer una cura o colocar una sonda mientras una caterva de visitantes observa el procedimiento. Entonces, los parientes y amigos trasladan la reunión a los pasillos, donde siempre reina un bullicio completamente incompatible con el propósito primordial de cualquier centro sanitario. En las terrazas, la gente toma el fresco y disfruta de un pitillo. Y los ubicuos niños corretean y juegan tirados en el suelo ante la mirada risueña de sus padres, que parecen ignorar que un hospital es un lugar repleto de gérmenes, y que los pequeños son mucho más vulnerables a las infecciones que los adultos.
No quiero parecer un cascarrabias pero ¿no habría manera de limitar las visitas en nuestros hospitales, como parecen aconsejar la buena práctica médica, la eficacia y el sentido común? Todos sabemos que el nuestro es un pueblo sociable y amante de la jarana, pero un centro sanitario no es un lugar de esparcimiento. Para eso está la Feria, oigan. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/9/2012

viernes, 21 de septiembre de 2012

La Feria y el tiempo



A mí la Feria, verán, ni fu ni fa. Desde que no soy capaz de permitirme los excesos de la juventud, casi prefiero evitarla. Más bien me incomoda el gigantesco caos que cada año sacude el recinto ferial y salpica al resto de la población de ruido y suciedad. Desde que el final de la Feria se solapa con el principio del curso escolar, me deprime ir al instituto por las mañanas y encontrarme con las manadas de jóvenes beodos que empiezan a recogerse a esas horas. Y, sin embargo, este año he participado en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda. Y lo he hecho vestido de manchego, para más inri. Lo de vestirme de manchego para mí era tan inconcebible como ponerme un traje de lagarterana. Pero mucha gente que me conoce puede dar fe de que el día siete hice todo el recorrido, desde el parque hasta el pincho, detrás de la carroza número 29, la de la peña de Los Manchegos. Es más, en algunos momentos incluso ensayé algunos pasos de una improvisada danza regional (no sé si una manchega o una jota, porque no comprendo muy bien la diferencia). Vaya si lo hice. La pregunta es, ¿por qué? Pero no tengo respuesta. Sencillamente lo hice.
Lo hice y disfruté (aunque acabara con los pies destrozados por culpa de las malditas alpargatas). Y en algunos momentos mi memoria se llenó de imágenes de aquellas ferias de la infancia, especialmente del día de la apertura, que para mí era incluso más anhelado que el día de Reyes, cuando se abrían de par en par los balcones de la casa de mis abuelos, que se asomaban a la calle de la Feria, frente al cine Cervantes, y nos invadía una multitud de parientes y conocidos a quienes no les veíamos el pelo durante el resto del año, aunque no por ello dejaban de acudir a la cita de la apertura con su ofrenda de la bandejita de pasteles, y allí estaba yo, con siete u ocho años, ejerciendo de anfitrión con todos aquellos adultos a los que apenas conocía, dejándome embriagar por ese aire que olía a anticipación y a fiesta, contemplando cómo la muchedumbre se adensaba en las aceras, preguntando la hora cada dos minutos, hasta que la música y los tambores empezaban a barruntarse a los lejos, tal vez a la altura de la catedral, y luego el rugido de las motocicletas de los policías municipales que abrían el desfile, y la figura alienígena de los gigantes y los cabezudos, y por fin sucumbiendo a la feliz locura de la cabalgata, al clamor y los aplausos de la gente, a la lluvia de confeti y de serpentinas, y luego la batalla de petardos y los juegos y las carreras con mis primos una vez pasada la cabalgata, cuando la calle de la Feria quedaba cerrada al tráfico y los barrenderos no habían venido aún para retirar el papel de colores, y un ejército de familias, de parejas, de grupos de amigos ponía rumbo hacia el paseo y el recinto ferial, lo que constituía casi un rito de tránsito para cualquier albaceteño, algo mucho más esencial y lleno de significado que las doce uvas del Año Nuevo.
Luego vendrían todos esos años en que la Feria ni fu ni fa. Pero este año, sin embargo, me ha dado por vestirme de manchego y participar en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda, y eso que soy agnóstico hasta las trancas. Y ha sido extraño, gozosamente extraño, como un encuentro imposible entre el niño que esperaba impaciente la llegada de la cabalgata y este hombre que cuarenta años después teclea estas líneas, ambos mirándonos a los ojos a través de la cortina del tiempo, como si esta se hubiera convertido de pronto en un tenue visillo, y todo por obra de este milagro tumultuoso y recurrente que en Albacete llamamos nuestra Feria

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/9/2012