Me declaro un entusiasta de Google Street View. Doy
por hecho que la mayoría de los lectores saben de qué estoy hablando. Por si no
fuera así, aclaro que me refiero a un servicio ofrecido por el celebérrimo motor
de búsqueda, una especie de telescopio mundial que permite ver, palmo a palmo,
las calles de las principales ciudades del mundo, y también las de aquellas que
no son tan principales, como por ejemplo la nuestra. Antes teníamos que
contentarnos con los mapas. Ahora, internet nos permite introducirnos dentro
del plano y echar un vistazo, o incluso darnos un garbeo virtual, ya sea por la
Quinta Avenida o por la calle Tesifonte Gallego. Claro que se trata solamente
de fotografías. Lo que vemos es una imagen congelada (aunque muy realista) del
momento en que el coche de Google pasó por allí para registrar la calle en
cuestión. Aun así, el invento no deja de desprender un cierto aroma a magia y
maravilla, al menos para los que aún seguimos encandilados con esa herramienta
infinita que es la red. Yo lo uso con frecuencia. Rara es la vez en que, a la
hora de planear un viaje, no eche mano del Street View para saber cómo son las
calles que tendré que atravesar, más allá del esquematismo bidimensional de los
mapas. Me fijo en la densidad del tráfico, en la disposición de las señales, en
los comercios que tomaré como referencia para doblar por esta o aquella
esquina… Incluso les echo un vistazo a los viandantes, aunque Google, con
laboriosidad de himenóptero, se encarga de emborronar las caras de la gente y
las matrículas de los vehículos, no vaya a caerles una demanda de las de ocho
cifras. Concluyendo, casi diría que realizo un ensayo general del viaje antes
de ponerme al volante. Sé que con esto hace mi vida mucho más previsible y le
resta emoción. Pero para mí lo inesperado siempre ha sido sinónimo de peligro,
por lo que no me importa sacrificar la emoción en aras de la seguridad, sobre
todo cuando estoy al volante. Cosas de hacerse mayor.
Hasta aquí creo que todo es normal, y sé que muchos
se sentirán identificados. Lo que puede que no sea tan convencional es el uso
que he empezado a darle al Street View de un tiempo a esta parte. Ahora ya no
me conformo con echar un vistazo antes del viaje, sino que también me demoro en
regresar virtualmente a los lugares ya recorridos, calle por calle, plaza por
plaza, cada parque, cada fachada y cada portal, cada comercio, y hasta cada
árbol, banco o papelera. Y así, una vez concluido el viaje, emprendo un segundo
viaje sin abandonar el estudio donde está mi ordenador, un viaje ensimismado y
solitario, pero tanto o más placentero que el original. Con frecuencia este
viaje de mentira restituye a mi memoria el otro, el de verdad, y con un grado
de detalle y realismo al que son ajenos las fotografías y los vídeos que pueda
haber traído conmigo. Google me permite avanzar y retroceder, alzar la vista y
mirar a los lados, y tengo la sensación de que soy capaz de oler las calles, de
oír las voces y los rumores de esas ciudades lejanas que ya solo existían como
retazos en mi memoria. Les pongo caras reales a esos rostros emborronados con
los que me cruzo a cada clic de ratón. La ciudad vuelve a mí y yo vuelvo a la
ciudad, a todas las ciudades cuyas calles he medido con mis pasos, ya sea hace
un par de meses o hace treinta años. Y allí estoy de nuevo, pero esta vez ubicuo
y omnipotente, como si mi vista abarcara el mundo entero. Soy el poseedor de
las botas de siete leguas del cuento infantil, o mejor aún, de ese aleph del relato
de Borges, un punto del espacio desde el cual son visibles todos los lugares
del universo, con absoluto detalle y vertiginosa simultaneidad. El aleph de
Borges se hallaba en el sótano de un edificio de la calle Garay, en Buenos
Aires. El mío está aquí mismo, sobre mi escritorio. Lo estoy mirando ahora.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 8/10/2012
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