En 1841
Edgar Allan Poe le encomendó a Auguste Dupin, el primer detective moderno de
ficción, la resolución del brutal asesinato de una madre y su hija. Esto
ocurría en un relato titulado Los
crímenes de la calle Morgue. Desde entonces hemos conocido a infinidad de
detectives, desde el inmortal Sherlock Holmes (del que siguen apareciendo
aventuras apócrifas que no suelen ser ni muy inspiradas ni muy necesarias),
hasta Robert Langdom, ese profesor de Harvard que se embarca en la búsqueda del
grial en la novela de Dan Brown. Precisamente de esta última variedad detectivesca
podemos constatar una auténtica avalancha en las mesas de novedades de las
librerías. Y me refiero al prototipo del intelectual que es también hombre de
acción (al estilo de Indiana Jones), inmerso en la búsqueda de reliquias del
cristianismo, entre templarios, sectas herméticas y demás parafernalia
pseudo-mística. Son novelas que suelen pecar de fantasiosas y poco
imaginativas, y que sufren sus carencias literarias a base de acumular datos
históricos traídos por los pelos, de inventar otros y de tergiversar aquellos que
no cuadran con la trama. Sus autores, sin embargo, olvidan que todo género
tiene sus códigos, y que los de la novela detectivesca ya los expuso con gran
acierto el autor norteamericano S. S. Van Dine a finales de la década de los veinte
del pasado siglo. Veamos:
1. El lector debe tener
las mismas oportunidades que el detective para resolver el misterio, y por
tanto están prohibidos los trucos y los engaños deliberados. No vale que la
muerte resulte ser por accidente o por suicidio.
2. Quedan asimismo
prohibidas las tramas amorosas. Se trata de llevar a un criminal ante la
justicia, y no a una novia al altar.
3. El detective no puede
ser el culpable. Tampoco un criado o mayordomo o cualquiera que no haya desempeñado
un papel relevante en la trama.
4. Al culpable se ha de
llegar a través de la deducción lógica, y no por accidente, por coincidencia o
por una confesión inmotivada.
5. En una novela detectivesca debe haber un
detective, y un detective no es tal a menos que «detecte». Su labor es reunir las
pistas que finalmente conducirán a la persona que cometió el crimen en el
primer capítulo. Si el detective no alcanza sus conclusiones a través del
análisis de las pruebas, no habrá resulto el problema mejor que el escolar que
aprueba un examen copiando o contestando al azar.
6. En toda ficción
detectivesca debe haber al menos un cadáver, y cuanto más muerto esté, mejor.
No bastará con ningún crimen de menor gravedad que el asesinato. Trescientas
páginas son demasiadas para un delito que no sea el máximo. A fin de cuentas,
las molestias que se toma el lector y su gasto de energía deben ser recompensados.
7. No se admiten
sociedades secretas ni camorras ni mafias ni conspiraciones de ningún tipo.
8. Una historia
detectivesca debe prescindir de pasajes descriptivos o «atmosféricos». Quedan
prohibidas asimismo las tramas secundarias y los análisis psicológicos de los
personajes, por sutiles que sean.
Y así
hasta completar una veintena de reglas que todos esos clones de Dan Brown (y
también el propio Dan Brown) no harían mal en observar. Y dicho esto, confesaré
que dentro de poco voy a publicar mi propia novela de género detectivesco, y
que en ella no he respetado ni uno solo de estos mandamientos. Pero ¿para qué
están las reglas sino es para saltárselas? Pues eso, que les deseo muchas y
felices lecturas.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 12/11/2012
1 comentario:
Si no se admitieran sociedades secretas ni camorras, Sherlock Holmes tendría que dedicarse a cuidar de sus abejas. Es notable, en este punto y en muchos otros, lo que se sofisticó el gusto de los lectores en sólo veinte años.
Publicar un comentario