La enfermedad de un
familiar cercano me ha obligado a quedarme varios días en el hospital. Pero no
es de eso de lo que trata este artículo. Ni siquiera del buen hacer y la
dedicación de nuestro personal sanitario, aunque no por ello quiero dejar de
expresar aquí mi gratitud. De lo que deseo hablar es de las visitas que reciben
los pacientes hospitalizados. ¿Quién habría imaginado que el hospital recibiera
tantos visitantes como el círculo interior durante un fin de semana de Feria? (De
acuerdo, tal vez exagere un poco, pero la analogía me parece válida).
La cosa
empezó durante la angustiosa espera en urgencias. Aunque puede que esta sea la
parte más previsible y lógica de la historia. Un servicio de urgencias siempre
posee cierta atmósfera de bullicio y desorden que recuerda a la de las
películas bélicas. Y todos estarán familiarizados con la expresión «allí había
más gente que en la guerra», lo que ha cobrado un nuevo sentido desde que
nuestros gobernantes empezaron a blandir la tijera. En fin, que allí había más
gente que en la guerra. Y todos hablaban a gritos, bien entre ellos o a sus
teléfonos móviles. Algunos hasta reían y bromeaban mientras media docena de
niños correteaban entre la multitud. Y hasta tuve el privilegio de asistir al
desgarrador soliloquio de una anciana que esperaba sentada en una silla de
ruedas. La buena mujer acusaba a sus hijos de querer deshacerse de ella para
quedarse «con sus perras», y de otras muchas crueldades que prefiero silenciar.
Mientras tanto una de las hijas, la que la había acompañado, asentía entre
triste y resignada. Hasta aquí todo normal.
Lo que
considero menos aceptable es lo que encontré cuando a mi familiar lo trasladaron
por fin a planta. Tengo entendido que en los hospitales anglosajones no se
permite que los familiares permanezcan con los pacientes fuera del horario de
visitas. En nuestro país, sin embargo, se da por sentado que los enfermos
gozarán de la ayuda y la vigilancia permanente de alguna persona cercana.
Nuestra idiosincrasia no lo concebiría de otra manera, y el sistema sanitario
cuenta con ello para su funcionamiento cotidiano. ¿Pero en qué ayudan esas
manadas de visitantes que empiezan a llenar los hospitales desde buena mañana y
se quedan hasta bien entrada la noche?
Mi
familiar compartía habitación con otros dos enfermos, cada uno de ellos con su
correspondiente cuidador. Tenemos, por tanto, un aforo fijo de seis personas.
Pues bien, hubo momentos en que llegué a contar hasta dieciocho personas en la
habitación, visitantes sin duda bienintencionados, pero cuya ruidosa presencia
perturbaba el descanso y la intimidad de los pacientes y, sobre todo,
dificultaba el trabajo del personal sanitario. Como profesor, trato de imaginar
lo que ocurriría si cualquiera pudiera entrar a mis clases como Perico por su
casa. Sin embargo, los médicos, enfermeras y celadores se ven obligados a
sortear auténticas multitudes para poder prestar los cuidados necesarios a los
enfermos. En ocasiones, tienen que pedirles a las visitas que abandonen la
habitación, pues no resulta ni decoroso ni aséptico hacer una cura o colocar
una sonda mientras una caterva de visitantes observa el procedimiento.
Entonces, los parientes y amigos trasladan la reunión a los pasillos, donde
siempre reina un bullicio completamente incompatible con el propósito
primordial de cualquier centro sanitario. En las terrazas, la gente toma el
fresco y disfruta de un pitillo. Y los ubicuos niños corretean y juegan tirados
en el suelo ante la mirada risueña de sus padres, que parecen ignorar que un
hospital es un lugar repleto de gérmenes, y que los pequeños son mucho más
vulnerables a las infecciones que los adultos.
No quiero
parecer un cascarrabias pero ¿no habría manera de limitar las visitas en
nuestros hospitales, como parecen aconsejar la buena práctica médica, la eficacia
y el sentido común? Todos sabemos que el nuestro es un pueblo sociable y amante
de la jarana, pero un centro sanitario no es un lugar de esparcimiento. Para
eso está la Feria, oigan.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/9/2012
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