Toda ruptura comporta una pérdida. Una parte de
nuestras vidas se desvanece, y el naufragio arrastra consigo muchos de los
objetos acumulados durante ese tiempo. Nos consolamos repitiéndonos que siempre
es posible reemplazar las cosas. Pero enseguida comprendemos la falacia que
contiene ese pensamiento, y lo poco eficaz que resulta como consuelo. Porque
hay objetos que, más que poseerlos, nos poseen, como aquel reloj del cuento de
Cortázar. Un sillón, un cuadro, un libro o hasta una humilde taza pueden
contener partes de nosotros. Durante años incorporamos esos objetos a nuestras vidas,
y al hacerlo los dejamos impregnados de recuerdos, de sensaciones y de
sentimientos, como si nuestro yo más íntimo se expandiera y ramificara a través
de la materia inerte de las cosas que nos rodean. Vivir es coleccionar y es perder,
y todo coleccionista conoce bien el dolor de la pérdida. Es fácil reemplazar un
libro. Es fácil reemplazar un disco. Pero nunca serán el mismo libro ni el
mismo disco. No es el contenido lo que importa, sino el soporte en sí, el
objeto. En el libro viejo, el que se han llevado, estaba yo. No así en el
nuevo.
Todo esto cobra especial dimensión en el caso de los
álbumes de fotos. Hubo un tiempo en que casi no nos retrataban. Una fotografía
era algo extraordinario que se reservaba para las ocasiones especiales. El bebé
posaba para el fotógrafo con su culete al aire. Unos años más tarde, el mismo
niño volvía a posar endomingado de primera comunión. Y entre una imagen y otra,
con suerte, habría media docena más, todas ellas en blanco y negro, todas con
ocasión de algo, como piedras miliarias a lo largo del camino. Luego nuestros
padres se compraron la Kodak Instamatic y la cosa cambió. Pero nadie disparaba
fotos a capricho, al buen tuntún. El revelado era caro y se procuraba que cada
disparo mereciera la pena. Mis fotos de la infancia aumentan a partir de mi
séptimo cumpleaños, pero su cantidad permanece dentro de márgenes modestos.
Ahora ya no es así. La fotografía digital ha multiplicado las imágenes, quizás
de forma innecesaria. Tan solo en sus primeros días de existencia, cualquier
niño es fotografiado cuatro, seis, diez veces más que un ciudadano del pasado
siglo durante toda su vida. Aunque, como siempre ocurre, existe una generación-puente,
y me refiero a la de los chicos que rondan ahora los dieciocho años, y cuya
primera infancia transcurrió aún en la época de la fotografía analógica y el
revelado químico.
Mi hijo pertenece a esa generación. Los primeros
compases de su vida, sus primeros años, se registraron con cámaras analógicas.
Sus imágenes de la infancia, con ser mucho más numerosas que las mías, no
alcanzan ni por asomo el diluvio de tomas que sufre cualquier infante de ahora
mismo. Bastaban tres o cuatro álbumes para contenerlas a todas. Y parte de esos
álbumes desaparecieron con mi reciente ruptura. Di esas fotos por perdidas para
siempre y traté de consolarme pensando que eran solamente eso, fotos, imágenes
inertes de un pasado que había quedado atrás. Pero muchas veces me venía a la
memoria esa foto tomada en el paseo de la Feria una primavera, con el niño en
brazos, yo con una cazadora vaquera que ahora no me vendría, él con un niqui a
rayas y unos pantaloncitos de color crema, y sus rizos de bebé, y los ojos muy brillantes,
abiertos de par en par. Recordaba esa imagen y muchas otras con la melancolía
de lo perdido para siempre. Y lamentaba la pérdida por grande y por
irreparable, porque no se trataba únicamente de fotos, sino de pedazos latentes
de mis recuerdos y de mis afectos.
Pero ahora estoy de enhorabuena. He descubierto que
existe un ingenio llamado escáner de negativos, y gracias a él estoy
recuperando poco a poco todas esas imágenes perdidas, y muchas otras que nunca
llegué a ver, porque en el laboratorio no las consideraron dignas de la
bendición del positivado. El escáner de negativos es mi versión de la máquina
del tiempo, mi modo empírico de demostrar que existe un núcleo intacto de
afecto entre aquel bebé que yo sostenía en mis brazos y este adolescente
malhumorado con quien, una vez más, he discutido esta mañana.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/10/2012
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