Frente a
los moralistas que predican que el ansia de venganza es un sentimiento innoble,
y la venganza en sí un acto reprobable y degradante, yo opino que una pequeña
ración de venganza administrada en el momento oportuno puede resultar muy saludable.
Y no me refiero a nada tan dramático como liarse a tiros ni a cuchilladas, sino
a pequeñas acciones cotidianas que tienen tanto de venganza como de rebeldía.
Bien es cierto que estas mínimas transgresiones no aportan mucho en el plano
espiritual, pero sí pueden resultar útiles como desahogo, y poseen además la
virtud de distinguirnos del rebaño de los biempensantes, que no es poco. Yo
suelo recurrir a una de estas acciones cuando, por ejemplo, recibo la llamada
de un teleoperador a la hora de la siesta. Entonces adopto un tono de voz que
refleja bastante bien el de un perturbado mental y comienzo a vociferar que yo
no quería hacerlo, que fueron las voces las que me obligaron. Otra variedad
consiste en fingir un estado de gran excitación sexual y preguntarle a la
teleoperadora (funciona mejor con mujeres) si lleva bragas. Cuelgan al instante.
Mano de santo.
La de «la
pastelería» es una variedad de venganza indirecta, es decir, no va dirigida
contra la persona concreta que te ha chinchado, sino contra alguien de la misma
calaña. Veamos en qué consiste. Supongamos que me encuentro en una pastelería,
quizás con la única pretensión de comprar una barra de pan o una lata de
refresco. Y entonces detecto que la clienta que viene detrás de mí es una de
esas señoras insoportables a las que he tenido que sufrir tantas veces mientras
se demoraban una eternidad en comprar pastelitos («ponme dos cañas y un
miguelito, no, no, mejor uno de esos espolvoreados de coco, ¿no tienes para
diabéticos?). Entonces le hago probar su propia medicina, y aunque mi intención
original fuese comprar un solitario bollo de mosto, empleo los siguientes quince
minutos en pedirle a la dependienta que me confeccione una bandeja de pasteles,
cambiando de idea varias veces y pidiendo explicaciones sobres las distintas clases.
Los resoplidos de impaciencia de la señora insoportable me suenan a música
celestial. Igual que los de las abuelitas en la cola del supermercado, cuando
extraigo un mi monedero y me dedico al laborioso cómputo de diez euros en
monedas de uno, dos y cinco céntimos.
En la
cola del banco, cuando compruebo que detrás de mí viene algún jubilado de los
que solo conocen la prisa cuando son ellos los que tienen que esperar,
acribillo al cajero a preguntas sobre todos los pormenores de mi cuenta
corriente, y luego me intereso por la salud de su esposa, por las notas de sus
hijos y por sus últimas vacaciones. Cuando me dispongo a abandonar un
aparcamiento y alguien me toca el pito para que abrevie la maniobra, saco un
periódico que siempre guardo en el coche para estas ocasiones y me entretengo
haciendo el sudoku o el crucigrama. Para las próximas vacaciones, tengo
preparado un CD en el que he grabado ruidos de taladradora, ladridos, trifulcas
familiares y los últimos éxitos latinos de Europa FM. Usaré un temporizador
para que mis vecinos lo oigan a todo volumen mientras yo disfruto del mar o del
campo.
Pero
existe una obra maestra de estas venganzas en miniatura, la venganza
definitiva, la que todavía no me he atrevido a perpetrar. ¿Adivinan en qué
consiste? Pues sí, en seguir hasta la puerta de su domicilio a uno de estos
individuos que sacan a defecar a su perrito en la vía pública y no recogen los excrementos.
Excuso decirles lo que tengo pensado hacer a continuación.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/11/2012
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