A mí la Feria, verán, ni
fu ni fa. Desde que no soy capaz de permitirme los excesos de la juventud, casi
prefiero evitarla. Más bien me incomoda el gigantesco caos que cada año sacude el
recinto ferial y salpica al resto de la población de ruido y suciedad. Desde
que el final de la Feria se solapa con el principio del curso escolar, me deprime
ir al instituto por las mañanas y encontrarme con las manadas de jóvenes beodos
que empiezan a recogerse a esas horas. Y, sin embargo, este año he participado
en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda. Y lo he hecho
vestido de manchego, para más inri. Lo de vestirme de manchego para mí era tan
inconcebible como ponerme un traje de lagarterana. Pero mucha gente que me
conoce puede dar fe de que el día siete hice todo el recorrido, desde el parque
hasta el pincho, detrás de la carroza número 29, la de la peña de Los
Manchegos. Es más, en algunos momentos incluso ensayé algunos pasos de una improvisada
danza regional (no sé si una manchega o una jota, porque no comprendo muy bien
la diferencia). Vaya si lo hice. La pregunta es, ¿por qué? Pero no tengo
respuesta. Sencillamente lo hice.
Lo hice y
disfruté (aunque acabara con los pies destrozados por culpa de las malditas
alpargatas). Y en algunos momentos mi memoria se llenó de imágenes de aquellas
ferias de la infancia, especialmente del día de la apertura, que para mí era
incluso más anhelado que el día de Reyes, cuando se abrían de par en par los
balcones de la casa de mis abuelos, que se asomaban a la calle de la Feria,
frente al cine Cervantes, y nos invadía una multitud de parientes y conocidos a
quienes no les veíamos el pelo durante el resto del año, aunque no por ello
dejaban de acudir a la cita de la apertura con su ofrenda de la bandejita de
pasteles, y allí estaba yo, con siete u ocho años, ejerciendo de anfitrión con
todos aquellos adultos a los que apenas conocía, dejándome embriagar por ese
aire que olía a anticipación y a fiesta, contemplando cómo la muchedumbre se
adensaba en las aceras, preguntando la hora cada dos minutos, hasta que la
música y los tambores empezaban a barruntarse a los lejos, tal vez a la altura
de la catedral, y luego el rugido de las motocicletas de los policías municipales
que abrían el desfile, y la figura alienígena de los gigantes y los cabezudos,
y por fin sucumbiendo a la feliz locura de la cabalgata, al clamor y los
aplausos de la gente, a la lluvia de confeti y de serpentinas, y luego la
batalla de petardos y los juegos y las carreras con mis primos una vez pasada
la cabalgata, cuando la calle de la Feria quedaba cerrada al tráfico y los
barrenderos no habían venido aún para retirar el papel de colores, y un
ejército de familias, de parejas, de grupos de amigos ponía rumbo hacia el
paseo y el recinto ferial, lo que constituía casi un rito de tránsito para
cualquier albaceteño, algo mucho más esencial y lleno de significado que las
doce uvas del Año Nuevo.
Luego
vendrían todos esos años en que la Feria ni fu ni fa. Pero este año, sin
embargo, me ha dado por vestirme de manchego y participar en la cabalgata, en
la batalla de flores y hasta en la ofrenda, y eso que soy agnóstico hasta las
trancas. Y ha sido extraño, gozosamente extraño, como un encuentro imposible
entre el niño que esperaba impaciente la llegada de la cabalgata y este hombre que
cuarenta años después teclea estas líneas, ambos mirándonos a los ojos a través
de la cortina del tiempo, como si esta se hubiera convertido de pronto en un
tenue visillo, y todo por obra de este milagro tumultuoso y recurrente que en
Albacete llamamos nuestra Feria
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/9/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario