Hay una ciudad secreta. Las calles que recorremos a
diario no son más que su piel. Pero bajo esa epidermis late el auténtico
corazón urbano, un corazón hecho de vidas privadas, de coladas secándose en las
cuerdas de tender, de patios húmedos donde se entremezclan los olores de las cocinas,
de trastos arrumbados y olvidados como viejos pecados de juventud. Es también el
reino de los tejados y de las azoteas, el ecosistema aéreo donde los pájaros
trazan sus acrobacias y las lagartijas buscan el beso vivificante de la luz, allá
arriba, donde las antenas de televisión parecen apuntalar la bóveda del cielo y
el horizonte es algo más que un rumor. Cualquier habitante de la ciudad tiene acceso
a una parte de ese mundo ignorado. Ciertas ventanas de nuestras viviendas nos
revelan atisbos de sus extraños paisajes. Nuestros patios interiores son como
cajas de resonancia que nos traen ecos fragmentarios de vidas ajenas. A veces,
las terrazas los edificios que habitamos nos revelan mensajes en las formas de
las nubes, dejándonos jugar a ser dioses durante un rato. Nunca pierdo la
ocasión de asomarme a algún nuevo barrio de la ciudad secreta. Aprovecho las
invitaciones de los amigos, las visitas al médico, al notario, a clínicas y
hospitales. Busco una ventana trasera y me entretengo contemplando el paisaje
desconocido que me revela. Y nunca dejo de admirarme al comprobar las
dimensiones de esta ciudad invisible y la gran cantidad de sorpresas que encierra.
Luego, mientras regreso a mi casa, me invade la sensación de que las calles que
recorro son irreales, poco más que un decorado que nos oculta la vista de la
ciudad real, el mundo rumoroso y húmedo de los patios interiores, el universo
aéreo de las azoteas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/11/2015
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