Es curioso lo pronto que se acostumbra uno a
convivir con un perro, al menos cuando el animalito pone de su parte. Ahora me
resultaría difícil imaginar la vida doméstica sin la presencia permanente y amable
de nuestro pequeño bichón maltés. Su laborioso merodear por la casa, sus
brincos de alegría cuando comprende que se acerca la hora del paseo, la
serenidad de sus ademanes perrunos, la candidez de su mirada azabache, esa
alegría incondicional con la que nos recibe, la naturalidad con la que ha
sabido encajar su menuda presencia en nuestros hábitos familiares,
convirtiéndose, como quien no quiere la cosa, en el auténtico corazón del
hogar. Mi mente racional me dice que, al actuar de ese modo, lo único que el
perrito hace es obedecer sus instintos. La evolución les ha mostrado a los de
su especie las ventajas de asociarse con los humanos. Pero en este caso las
ideas y los sentimientos fluyen por cauces distintos, porque la realidad es que
nuestro Frankie ha sabido convertirse
en el receptor perfecto del cariño de toda la familia y, de algún modo
misterioso, cada gesto de afecto que le dedicamos nos es devuelto corregido y
aumentado, como si su cuerpecillo peludo tuviera la virtud de funcionar como
repetidor y amplificador de nuestros sentimientos. Sin embargo, cuando lo
contemplo durante un rato, cuando sus ojillos y los míos se encuentran, creo captar
retazos de algo más profundo, como si el universo en el que él habita y el mío
se rozaran durante un instante. Y lo que vislumbro es una conciencia tal vez no
tan compleja como la mía, pero quizás por ello mucho más apacible y serena, más
conforme con el mundo de lo que yo nunca estaré.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/12/2015
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