Un compañero de trabajo ha propuesto a organizar un
«amigo invisible» durante las fechas prenavideñas, actividad en la que no voy a
participar, pues no me apetece dilapidar mi fama de misántropo, tan
laboriosamente construida, en algo tan baladí. Y no es que el que suscribe
padezca algún tipo de fobia o patología. Sencillamente, observo que el cultivo
de las relaciones sociales requiere inversiones de tiempo y de esfuerzo que
considero desproporcionadas con arreglo a lo que se obtiene a cambio. La
auténtica dicha no reside en tener montones de conocidos, lo que significa
verse obligado a recordar docenas de nombres, a felicitar Navidades y
cumpleaños, a asistir a entierros y presentaciones literarias, y a mantener un
sinfín de conversaciones aburridas. La felicidad se cifra más bien en un
teléfono que no suena casi nunca, en tres o cuatro amigos de los buenos (de
esos que no dan la tabarra ni piden dinero prestado), en tardes de libros y
silencio, en fines de semana sin más obligaciones sociales que la de sacar el
perro a pasear. De hecho, se me ha ocurrido una actividad alternativa a la del
amigo invisible con el ánimo de simplificar todavía más mi paupérrima vida
social. Se trataría de organizar un «enemigo invisible» en la que los regalitos
quedarían sustituidos por jugarretas, pequeñas trastadas sin más objeto que
divertirse un rato. Se lo he propuesto a mis colegas vía whatsapp, pero a nadie
parece gustarle la ocurrencia. «Bastantes putadas nos hace ya la vida», ha
respondido una compañera. Sin embargo, convendrán en que mi idea no deja de
tener su ingenio, y desde luego resulta mucho menos onerosa que cualquier
«amigo invisible» convencional. Pero ya ven. La gente es así de extraña.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/11/2015
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