En un reciente viaje a Madrid fui a
dar el inevitable paseo por la Gran Vía, donde descubrí que acababa de
inaugurarse una sucursal del infierno. Este mini-averno en versión urbana había
sido astutamente disfrazado de macro-tienda de ropa, pero bastaba con otear su
interior para descubrir la auténtica naturaleza del lugar. Aquella aglomeración
de cuerpos hacinados, aquellos gestos de sufrimiento, aquellos gritos
espeluznantes no podían corresponder a ciudadanos normales que hubieran acudido
al centro a comprarse un abrigo de entretiempo o unos calzoncillos. Tenían que
ser por fuerza almas en pena. Decidí, por tanto, cruzar la Gran Vía y alejarme
por piernas de tan espantoso lugar. Entonces me di de bruces con una librería,
lo que me pareció un prodigio todavía mayor que el que acababa de dejar atrás,
pues tenía entendido que ahora los libros se adquirían exclusivamente en
centros comerciales o a través de internet. Entré de buen humor y procedía a
hacer lo que todo autor hace al entrar en la librería de una ciudad donde no lo
conocen. Y me refiero, naturalmente, a escudriñar las mesas y anaqueles en
busca de un libro propio. Me costó un buen rato, pero di con él. Un único
ejemplar medio escondido entre docenas de novelas menores de chapuceros autores
rivales. No tuve más alternativa que llevarlo a la mesa de novedades y
colocarlo en el sitio más visible que encontré, en lo alto de una pila de
libros de Matilde Asensi. Luego me di el piro lo más rápido que pude, aunque
sin la menor traza de remordimiento. En la acera de enfrente, el infierno
seguía engullendo almas en pena. Me dije que a lo mejor acababa de ganarme una
plaza en él.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/10/1015
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