El año próximo conmemoramos el cuarto centenario de
la muerte de Cervantes y de Shakespeare, de quienes se dice (y yo lo suscribo)
que fueron los dos genios literarios más universales de todos los tiempos. La
historiografía es amiga de casualidades y coincidencias, y por ello se afirma
que ambos fallecieron en la misma fecha: el 23 de abril de 1616. La realidad,
que suele ser más prosaica, nos revela que nuestro Cervantes dio su espíritu
(quiero decir que se murió) el día anterior y fue enterrado, sin gran pompa ni
circunstancia, en una pequeña iglesia que había a un paso de su casa. Es cierto
que Shakespeare falleció por esos días, aunque difícilmente en la misma fecha,
puesto que los muy infieles de los ingleses se habían aferrado al calendario
juliano con tal de no plegarse a los dictados del papa de Roma. Con todo y con
eso, la cercanía de las fechas da que pensar, como si tras la historia de la
Literatura hubiera un guionista ávido de sensacionalismo. Pero ahí terminan las
coincidencias, pues todo indica que Shakespeare murió convertido en un próspero
hacendado, mientras que a Cervantes a duras penas le llegaban los maravedíes
para pagar el alquiler de su modesta vivienda de la calle de Francos. Es más,
me atrevo a aventurar que cuatrocientos años después, en el 2016, nuestro novelista
seguirá siendo el pariente pobre de la pareja. Mientras que los británicos ya
anuncian los fastos que preparan para el centenario, puede que aquí tengamos
que conformarnos con esa sencilla lápida que han colocado en la iglesia
madrileña de San Ildefonso, cuyo epitafio el propio Cervantes tuvo la
precaución de escribir: «El tiempo es
breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la ida
sobre el deseo que tengo de vivir».
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/11/2015
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