Existe ya todo un panteón de animales que han muerto
de forma injusta: el elefante abatido por el rey emérito, el león Cecil… Si me
apuran, hasta la madre de Bambi. Sin duda, son muertes tan célebres como
trágicas. ¿Pero qué hay de todas esas muertes anónimas con las que nos topamos
en cualquier desplazamiento por carretera? Pequeños dramas en forma de cuerpo
ensangrentado y aplastado sobre el arcén. Por mi parte, tras llevar un año y
medio conviviendo con Frankie, mi bichón maltés, solo puedo decir que jamás
había conocido un amor tan incondicional y una lealtad tan conmovedora. Quienes
se encargan de estudiar el comportamiento de los animales aseguran que el amor
que nos profesan las mascotas no es un sentimiento real, sino que responde a
pautas de conducta adquiridas tras milenios de evolución. Nosotros les damos
comida y les proporcionamos un sitio guarnecido para dormir. Ellos, por su
parte, nos recompensan alimentando nuestro lado más tierno, de forma similar a
como lo haría un bebé humano. Las endorfinas fluyen y el vínculo se cierra.
Puede que el amor que nos dan las mascotas no sea más que un simulacro alimentado
por motivos puramente egoístas. Pero ¿cuál es la diferencia entre esto y lo que
entendemos por amor en sentido estricto, salvo que el de las mascotas es más
sencillo, más puro y, a menudo, también más duradero? Por ello, cada una de
esas pequeñas muertes de las carreteras me duele tanto como la del león abatido
por el dentista asesino. Quien mata a un león en la sabana no es menos
despreciable que quien abandona a un perro en un arcén. La crueldad no depende
de la especie con la que se ejerza.
Aparecido en la Tribuna de Albacete el 7/8/2015
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