Hace unos años, tras la muerte de un familiar
cercano, me vi obligado a vaciar su casa de muebles y otros enseres. Lo más
doloroso fue deshacerme de sus libros. Conservé unos pocos por motivos
sentimentales, pero el resto se vendieron prácticamente al peso. Y yo me sentí
como si estuviera cometiendo una traición. Construimos nuestra biblioteca
durante toda la vida, laboriosamente, y al final descubrimos que ese montón de libros
de orígenes dispares ha adquirido sentido, tal vez porque todos juntos cuentan
una historia. Nuestra historia. Si decidiéramos ordenar nuestros libros según
su fecha de adquisición, el resultado sería parecido a escribir nuestras
memorias. Yo mismo lo compruebo en estos momentos. Repaso con la vista los
estantes de mi biblioteca y raro es el libro que no trae recuerdos muy vívidos
consigo. Esa edición ilustrada de los cuentos de Andersen era la que mis padres
me leían cuando yo aún no sabía leer. Esa novela de Mújica Laínez fue parte del
premio de relato que gané en el instituto. Ah, y ahí está la edición de Borges
que me firmó María Kodama en aquel curso de la Menéndez Pelayo. Cuánto se
parecen a mí estos libros. Al que fui y al que soy. Sin embargo, puede que un
día no muy lejano tenga que enajenar buena parte de esta biblioteca por falta
de espacio. ¿Qué sucederá entonces? ¿Encontraré a alguien que los quiera
comprar? Y cuando mi biblioteca se disgregue y todos estos libros acaben en
librerías de viejo o en ferias del libro usado, ¿qué será de mí entonces?
¿Seguiré siendo quien soy o habré ingresado en el reino de la desmemoria, como
las historias olvidadas de un viejo libro que nadie compra, que nadie quiere
volver a leer?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/7/2015
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