Llevo apenas cinco días en el pueblo y Albacete
empieza a parecerme un espejismo. De hecho, tengo dudas de que siga existiendo.
Tal vez el calor haya ganado la batalla y la ciudad entera haya desaparecido en
un cráter de fuego. Ahora que lo pienso, hace días que no sé nada de los
familiares y amigos que quedaron allí. Puede que cuando termine esta columna y
la envíe por correo electrónico, obtenga un mensaje de error como respuesta en
el que me comuniquen que el destinatario ya no existe. Es posible que esté
escribiendo estas líneas para un puñado de lectores fantasmagóricos que, a
estas alturas, habrán quedado calcinados por el sol sahariano y el viento
infernal, como esos romanos que no pudieron salir de Pompeya y acabaron
convertidos en burbujas de aire bajo las ardientes cenizas. Lo que está
ocurriendo, este calor apocalíptico que nos azota, podría incluso entenderse
como un castigo bíblico. Basta con dar una vuelta por la Zona cualquier fin de
semana para darse cuenta de que algo anda muy mal. ¿Quiénes son todos esos
extraños uniformados con pintorescas camisetas que hacen ostentación de su
ebriedad por nuestras calles? ¿De dónde han salido esas desvergonzadas que
cantan obscenidades a coro y muestran sus intimidades al orinar a la vista de
todos? ¿Por qué se ha convertido nuestra ciudad en La Meca de todas las
peregrinaciones etílicas? Creo recordar que Sodoma y Gomorra ardieron por
bastante menos. Cuando vuelva a Albacete, ¿los encontraré allí todavía o habrán
perecido todos bajo el fuego divino? Por si acaso, pónganse en paz con su
creador. O mejor aún, márchense todos a su pueblo y dejen la ciudad para los
juerguistas de las despedidas de soltero. Y que sean ellos los que ardan.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/7/2015
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