viernes, 27 de junio de 2008
Banderas
viernes, 20 de junio de 2008
De googles, wikipedias y pinganillos
En las aulas donde se celebran los exámenes de selectividad conectaron el inhibidor de frecuencia, y a los estudiantes tramposos se les apagaron los plomos, es decir, los pinganillos. A esos Bill Gates del copieteo debió de resultarles aterrador el momento en que se encontraron incomunicados, encerrados a solas en el cuarto oscuro de su propia ignorancia. Los profesores sabemos muy bien que los chicos nos copian con ayuda de las nuevas tecnologías. No tengo la menor idea de cuánto vale un inhibidor de frecuencia, pero dudo que el presupuesto de los colegios e institutos dé para tanto. Si acaso, podríamos pedirle al señor Barreda que nos incluya algunos de oferta en ese lote de portátiles que va a regalarnos el curso próximo. Lo único que me da apuro es que tanta onda hertziana yendo y viniendo por las aulas acabe por freírnos el cerebro a profesores y alumnos, y en el próximo informe Pisa nos hayamos salido de las gráficas, pero por la parte de abajo.
Esto del móvil, el pinganillo y el amiguete actuando como apuntador tendría su gracia si no fuera porque posee una lectura trágica. Vivimos instalados en el todo vale y el esfuerzo cero. Igual que nuestros congeladores están llenos de alimentos precocinados, nuestras cabezas rebosan de ideas precocinadas. Y digo «ideas» a falta de una palabra mejor para esas sandeces que nos asaltan desde pantallas y monitores. Nosotros nos embrutecemos con la tele y la «cultura» de consumo, y nuestros hijos hacen lo propio con el messenger y los fotologs. Echarles un vistazo a las conversaciones que los adolescentes se cruzan vía internet es asomarse al abismo. El lenguaje se simplifica y se adelgaza al mismo ritmo que las ideas que transmite. Un sms no será nunca un poema, un epigrama o una greguería. Un episodio de una serie de televisión nunca sustituirá a un buen libro (ni siquiera un capítulo de House, aunque me pese reconocerlo). Pero qué cómodo resulta desconectar la inteligencia y ver desfilar las imágenes. En este contexto digno de una novela de George Orwell, lo de copiar con pinganillo es sólo un paso más. ¿Para qué molestarse en estudiar cuando todo el conocimiento está al alcance de una pulsación de tecla?
Cualquier profesor mínimamente informado sabe quiénes son sus principales enemigos: Google, la Wikipedia y El Rincón del Vago. Ya no es posible inculcarles a los alumnos la importancia de frecuentar bibliotecas, consultar volúmenes, identificar fuentes, redactar listas bibliográficas... Igual que la música que se descargan gratis para sus mp3, los chicos entienden que el conocimiento es de todos, que está ahí, al alcance de la mano, para que cualquiera puede tomarlo gratis. Cuando les pedimos un trabajo escrito, nos resignamos al hecho de que los alumnos lo resolverán con un rápido copia-pega, sin molestarse siquiera en comprobar si las webs que han saqueado ofrecen una mínima garantía o rigor. «Voy a tener suerte», les dice Google con un guiño. Y ellos han acabado por creérselo. «Haz clic y te llevo adonde quieres ir, sin pena y sin esfuerzo». Lo terrible es que esas webs en las que nuestros estudiantes recalan probablemente no sean más que copias de copias de copias, lo que acaba enfrentándonos a una terrible posibilidad: tal vez ya nadie escriba libros ni investigue, tal vez ya no se esté generando conocimiento. Quizás desde que internet se convirtió en nuestra conciencia global (en nuestra mala conciencia global) todo lo que se publica no sea más que una copia de material original generado en la era pre-internet, pre-wikipedia, pre-estupidez. Vivimos en la wiki-cultura, somos google-ciudadanos, y quien esté libre de pecado que tire el primer pinganillo.
Con este panorama, a lo mejor lo de impedirles a los chicos que copien a gusto no es más que una monumental hipocresía. ¿Acaso hoy no copia todo el mundo? Nos hemos acostumbrado de tal modo a esta vida del «voy a tener suerte» que hasta hemos elevado a Google a los altares de la cultura. Hace diez años, dos melenudos recién graduados de Stanford aporreaban sus teclados en un garaje. Hoy se llevan el premio Príncipe de Asturias de Comunicación. Hoy nuestros chicos tratan de copiar en sus exámenes de P.A.A.U. con el pinganillo incrustado en la oreja. Dentro de diez años… ¿quién sabe? A lo mejor siguen siendo igual de burros, pero no se puede descartar que les den el premio Príncipe de Asturias. O que los nombren ministros o ministras, aunque sea de Igualdad.
Pero en mi ingenuidad prefiero pensar que no todos los estudiantes son así. Estoy casi convencido de que sigue habiendo algunos partidarios del esfuerzo, del café y de las noches en vela. Y hasta creo que he identificado al menos a media docena de ellos en las aulas donde doy mis clases. No sé si la sociedad los considerará alguna vez triunfadores. ¿Para qué tanto esfuerzo cuando hay vías mucho más sencillas y rápidas? Sin embargo, creo que la existencia de uno solo de estos chicos dignifica y llena de sentido nuestro trabajo de profesores. Al fin y al cabo, serán ellos quienes lleven la antorcha.
sábado, 14 de junio de 2008
Es... ¡el circo volante de Monty Python!
Un encuentro entre Miguel Ángel y el Papa:
—Buenas tardes, Miguel Ángel. Quería hacerte algunas observaciones sobre ese cuadro tuyo de «La última cena». No estoy muy satisfecho con él.
—Vaya por Dios, pues me costó horas terminarlo.
—No estoy satisfecho en absoluto.
—¿Ah, no? En fin. ¿Y qué es lo que no le gusta? ¿El canguro?
—¿Qué canguro?
—Está por el fondo. Pero no pasa nada. Lo puedo convertir en un apostol.
—Ajá. Ese es exactamente el problema. Los apóstoles. Los 28 apóstoles que has pintado.
—¿Demasiados?
—¡Pues claro que son demasiados!
—Bueno, sí. Pero es que quería dar la impresión de una última cena de verdad. No una cena normal y corriente o una última merienda-cena. Quería que aquello pareciera la madre de todas las cenas. ¿Me comprende?
—Había sólo doce apóstoles en la última cena.
—Bueno, a lo mejor los otros llegaron después.
—¡Doce en total!
—O a lo mejor se llevaron amigos.
—En la última cena sólo estaban los doce apóstoles y Nuestro Señor. La Biblia lo dice claramente.
—¿Y los camareros?
—No había camareros.
—¿Algún número de variedades?
—¡No!
—¡Ya lo tengo! Podemos titular el cuadro «La penúltima cena».
—¿Qué?
—Pues eso, que para que hubiera una última cena, tuvo que haber una penúltima cena. Y en la Biblia no se dice cuánta gente había en esa cena, ¿no?
—No, pero…
—Pues problema resuelto.
—Vamos a ver. La última cena fue un acontecimiento significativo en la vida de Nuestro Señor. Y la penúltima cena, no. Aunque llevaran a un prestidigitador y a una banda de mariachi. Además, lo que te encargué fue una última cena ¡Con doce apóstoles y un Jesucristo!
—¿Uno?
—¡Sí, uno! Y ahora, por el amor de Dios, ¿me puedes explicar cómo se te ocurrió pintar a tres Jesucristos en el cuadro?
—Pues porque funciona, tío.
—¿Cómo que funciona?
—Claro que sí. Los dos flacos equilibran al gordo.
—¡Hubo sólo un Redentor!
—Ya, eso lo sabe todo el mundo. ¿Pero qué me dice de la licencia artística?
—¡Quiero un Mesías y solamente uno!
—Le voy a decir lo que usted quiere, tío. Lo que usted quiere es un fotógrafo, en lugar de un artista creativo que le haga la puñeta…
—¡Te voy a decir lo que quiero! ¡Quiero una última cena con un Jesucristo, doce discípulos, cero canguros, cero saltimbanquis, y para el jueves al mediodía, o no te pago!
—¡Maldito fascista!
—¡No, lo que soy es el maldito Papa. Y a lo mejor no sé mucho de arte, pero sé muy bien que me gusta!
* * *
Ahí lo tienen. Monty Python en estado puro. Con John Cleese en el papel del Papa y Eric Idle como un peculiar Miguel Ángel que se ha tomado un exceso de libertad creativa. Un perfecto antídoto contra el muermo y la estupidez. Me gustaría volver muy pronto sobre esta genial compañía de cómicos británicos. De momento, vaya por delante este botón de muestra. Ah. Y, por si no se habían dado cuenta, los Monty Python tiene unos dignísimos epígonos en nuestro país. Se llaman Muchachada Nui y varios de ellos son de Albacete. ¿Acaso seremos los británicos de Castilla-La Mancha?