Drew Burrows, estudiante de la Universidad de Nueva York, ha inventado una novia virtual con la que compartir la cama. Lo leí en la prensa e indagué en Google, donde averigüé, entre otras cosas, que Burrows ha bautizado su invento con el descriptivo nombre de «InBed» («EnLaCama»). El dispositivo consiste en una cama de matrimonio colocada en una habitación oscura. Sobre este lecho se proyecta la imagen de una chica dormida e inmóvil. La sorpresa empieza cuando alguien corpóreo se acuesta junto a la imagen de la joven. Entonces se activa un sensor infrarrojo que detecta los movimientos del sujeto, y la chica empieza a interactuar conforme a ellos, acurrucándose a su lado, respondiendo a sus caricias, incluso dándose la vuelta cuando el tipo se pone pesado. Visto en la página del autor, resulta bastante convincente, incluso tierno. El problema es que el vídeo que se nos muestra está tomado con una cámara cenital. Pero ¿cuál será el efecto de la bidimensional durmiente a los ojos de quien se tumba junto a ella? Supongo que entonces la ilusión se malogra, que el ansioso compañero de cama no verá mucho más que una mancha oscura, un decepcionante borrón en movimiento.
Todo esto me trae a la memoria el mito de Eros y Psique, tan socorrido en la psicología moderna desde Freud. Cuenta la historia que el dios Eros, enamorado de la princesa Psique, visita a la muchacha cada noche, y cada noche la ama en la oscuridad de su alcoba. Pero las entrometidas hermanas le dicen a la muchacha que tal vez su visitante nocturno sea un hombre monstruoso, y de ahí su insistencia en que los encuentros tengan lugar a oscuras. Finalmente, la convencen de que encienda una lámpara que revele su auténtica naturaleza. Cuando lo hace, Psique comprueba que quien la visitaba no era otro que el hijo de Afrodita, el mismísimo dios del amor. Pero el hecho de sucumbir a la tentación de desvelar a su amante comporta también su pérdida definitiva, pues al verse traicionado Eros se enfurece y la abandona para siempre. La «novia virtual» de Burrows tal vez represente un problema parecido. Vista desde arriba, es una hermosa muchacha. Pero en el momento en que nos acercamos para recostarnos junto a ella se convierte en una mancha, en nada. La realidad siempre se impone al deseo.
Lo que todavía ignoramos es la utilidad que Burrows piensa darle a su invento. De momento no es más que una instalación en una galería de arte contemporáneo. Con el tiempo, no nos extrañaría que el avispado estudiante tratara de explotarlo comercialmente como sucedáneo de una relación de pareja para personas solitarias. Podría fabricarse en ambos sexos y en una amplia gama de modelos. Usando técnicas de diseño por ordenador, podríamos tener incluso la ilusión de que quien duerme en nuestra cama es una estrella del cine, un ídolo de la música o un político famoso (no, qué horror, borren eso último). Hasta se me ocurre que las viudas y viudos podrían recuperar cada noche la imagen del cónyuge perdido. Aunque para eso la técnica debe avanzar mucho todavía. Pero no resulta descabellado un futuro en que la tecnología 3D permita que las proyecciones sean completamente realistas, imposibles de distinguir de la gente de carne y hueso. Se les podrían añadir las sensaciones de peso y de calor. Naturalmente, también se les podría dotar de sonido, aunque con la posibilidad de desconectarlo a gusto del usuario, lo que sería un gigantesco avance para las pobres señoras obligadas a aguantar en vida el suplicio de un marido roncador.
En última instancia nos es dado imaginar, no ya un compañero de cama, sino toda una familia virtual compuesta de proyecciones de gente real, personas con las que dormimos, con las que tomamos el desayuno, con las que vemos la televisión. Hijos virtuales que nos piden 20 euros virtuales cuando nos los cruzamos en el pasillo, parejas de mentira que nos profesan un amor virtual, un convincente y satisfactorio afecto en 3D. El escritor argentino Adolfo Bioy Casares, amigo íntimo de Borges, ya imaginó algo parecido en su famosa novela «La invención de Morel», publicada en 1940. Un refugiado que se oculta en una isla recibe la inesperada visita de un grupo de turistas. Los observa a escondidas temeroso de que puedan delatarlo. Incluso llega a enamorarse de una hermosa mujer que cada tarde, en la playa, contempla la puesta de sol. La muchacha lo ignora cuando intenta abordarla. Para su turbación, todos actúan como si no existiera, hasta que el hombre descubre que no son personas reales, sino imágenes proyectadas por una fabulosa máquina, filmaciones que se repiten una y otra vez. A la invención de Morel le faltaba un elemento clave: la posibilidad de interactuar con las imágenes, que en cambio sí se ha incluido en el diseño de la invención de Burrows. La pregunta es si nos gustaría habitar un mundo poblado por presencias fantasmagóricas que no nos ofrecen afecto ni compañía reales, sino únicamente simulacros de esos sentimientos.
¿O es que acaso ya vivimos en ese mundo?
Publicado en el diario La Tribuna de Albacete el 6/7/2008
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