Fui un niño de pueblo.
En realidad, de varios pueblos, pues la residencia familiar era la que
determinaba el concurso de traslados de los maestros. Pero en verano siempre
regresábamos a la capital, a la casa de mis abuelos paternos, que estaba en la
calle de la Feria, frente al cine Cervantes. Cada noche salíamos a recorrer las
calles de aquella ciudad que no era muy diferente de cualquier pueblo. Los
noctámbulos de hoy en día son de otra naturaleza. Salir a pasear por el
Albacete nocturno supone cruzarse con pandillas de jóvenes que van y vuelven de
la Zona, soportar las ráfagas de reggaetón que brotan de coches que pasan a
toda velocidad, arriesgarse a ser atropellado por algún conductor ebrio. Por
las noches, la ciudad se convierte en territorio comanche. La gente respetable
se queda en casa y mira la televisión. A principios de los setenta, en cambio,
las familias todavía sacaban sillas a la calle y montaban tertulias con sus
vecinos mientras los niños alborotaban las aceras. No pasaba ni un coche. La
policía local permanecía acuartelada y la única presencia de la autoridad era
la de los serenos, que hacían sonar sus manojos de llaves y saludaban a los
transeúntes llevándose la mano a la visera de la gorra. Nuestros paseos rara
vez nos llevaban más allá del Altozano o, calle Mayor arriba, del cruce con la
calle Ancha, hasta la esquina de Fontecha. Pero a mí, con mis seis o siete
años, se me antojaban auténticas aventuras, tantos eran los estímulos en
aquella ciudad transformada por la oscuridad. Aventuras o safaris, pues por
entonces los perros vagabundos todavía deambulaban por las calles, y las
salamanquesas se daban sus banquetes nocturnos en las fachadas de la calle
Mayor. Hoy todos los perros tienen amo y collar. En cuanto a las salamanquesas,
al igual que la gente respetable, se quedan en sus casas por la noche. O tal
vez se hayan extinguido.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/7/2018
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