Padezco un trastorno
conocido como bruxismo. A grandes rasgos, el bruxismo consiste en apretar y
rechinar los dientes de forma involuntaria, lo que provoca un desgaste
galopante de la dentadura que acarrea infinidad de problemas odondontológicos,
amén de dolores mandibulares permanentes. Los dentistas suelen atribuirlo al
estrés, aunque mis síntomas se desencadenan en cualquier época del año, con
independencia de la carga de trabajo o el estado nervioso. Uno llega a sentirse
como un perro incapaz de dejar de roer el hueso que le han arrojado. Sin
embargo, en este caso el hueso es el propio, como si algún factor extraño
hubiese desencadenado en mí un proceso de autocanibalismo. Más de una vez me he
preguntado el porqué de este hábito tan destructivo. Quizás no haya que
recurrir al consabido estrés. Al fin y al cabo, los seres humanos apretamos los
dientes cuando sentimos ira o dolor, y no es difícil interpretar la existencia
como una combinación de ambos. Ira, dolor y fantasmas, que también los veo y
los oigo. Los médicos no los llaman fantasmas, sino miodesopsias y acúfenos. Pero
el nombre científico es lo de menos. Las primeras son sombras de objetos
inexistentes que flotan en mi campo visual como peces espectrales en una
pecera. Los segundos, zumbidos de intensidad variable que también me acosan
constantemente. Aunque no guardan relación, yo he llegado a vincular las
miodesopsias con los acúfenos, y ambos con alguna culpa pasada. Sombras y voces
empeñadas en atormentarme, como las furias que acosaban a los antiguos cuando
cometían un sacrilegio. Un castigo por algún pecado imperdonable para el que no
existe redención. Ante este panorama, no queda más consuelo que rechinar los
dientes. O puede que comprarse un bozal.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/8/2018
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