Cuando a
Marilyn le preguntaron qué se ponía para dormir, ella respondió que tan solo unas
gotas de Chanel Nº 5. Me consta que mucha duerme de la misma guisa, sobre todo
ahora que los calores aprietan. Yo, sin embargo, soy incapaz de dormir en
pelota picada. Y no es una cuestión de pudor, como comprenderá cualquiera que
haya estado siguiendo estas columnas. Mi problema es mucho más complejo, con
raíces que no sé si definir como neurológicas o directamente psiquiátricas. El
caso es que, si me acuesto completamente desnudo, cuando me duermo sigo desnudo
en sueños. Veamos, supongamos que en mi sueño estoy llamando al timbre de una
vivienda. Entonces se abre la puerta y aparece mi madre, mi abuela o la directora
de mi instituto vestida de lagarterana. Y en ese instante descubro, para mi
horror, que estoy enseñando mis vergüenzas. Si en el sueño estoy dando clase
(cosa que hago a menudo en la vida real), de repente comienzan a oírse risitas
que muy pronto se convierten en carcajadas. Y entonces me doy cuenta de que,
mientras yo me esfuerzo para que mis alumnos comprendan los misterios de la voz
pasiva, ellos se están solazando con la visión de mi retaguardia al
descubierto. Cualquier profesor ha sufrido alguna vez el bochorno de que sus
alumnos lo vean con la bragueta bajada. Pero lo de explicar la voz pasiva en
plan nudista es demasiado, incluso para un sueño.
Tendemos a pensar que cuando soñamos ingresamos en un mundo paralelo,
un universo construido a semejanza del nuestro, pero donde imperan reglas
distintas. Eso nos concede la capacidad de volar, de actuar con los Beatles o
de ligar con alguna estrella del cine o de la televisión. Incluso, con
frecuencia, podemos volver a encontrarnos con seres queridos que ya fallecieron
sin que ello se nos figure extraño ni perturbador. El sueño es el cuarto de
juegos del durmiente, donde todo es posible. Sin embargo, mi experiencia me ha
permitido constatar que la frontera entre el sueño y la vigilia es mucho más
delgada de lo que imaginaba. Si me acuesto en pelota, soy como el emperador del
cuento. Si el despertador suena, el pitido se convierte en un elemento más de
mi sueño, lo que me permite ignorarlo y seguir durmiendo. Una noche que estaba
griposo la fiebre me hizo soñar que me encontraba en el infierno.
Todo esto me conduce a una pregunta. ¿No cabe imaginar que esa frontera
sea permeable en ambos sentidos? Es decir, ¿quién me dice que algunas de las
cosas que tomo por reales no sean también elementos de un sueño (o de una
pesadilla) infiltrados en la realidad? Aunque suene extraño, la idea no deja de
encerrar una gotita de consuelo. Desde hace tiempo me despierto, igual que la
gran mayoría de mis conciudadanos, con la angustiosa sensación de que el mundo
se acaba. Cuando no es la prima de riesgo son las cifras del paro. Un día
despiden a varios de mis compañeros y al siguiente descubro que me han dejado
sin paga extra de Navidad. Hace un rato, charlando con un amigo, le he hablado
de un viaje que proyecto desde hace tiempo. «Fíjate en todo muy bien y haz
muchas fotos», me ha dicho, «porque dudo que tu hijo pueda permitirse hacer ese
viaje. Así al menos podrás contárselo». Nos empobrecemos a marchas forzadas.
Derechos que creíamos garantizados se han evaporado, y el mundo en general se
ha convertido en un territorio inestable y peligroso. Pero podría ocurrir que
todo esto no estuviera ocurriendo de verdad, y que estas catástrofes no fueran
más que el efecto de la permeabilidad entre el sueño y la vigilia.
Tiene que ser una pesadilla, sí. Pero de las pesadillas se despierta.
¿No habrá llegado el momento de que vayamos despertando?
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/8/2012
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