Acabo de ser desvirgado. Hasta esta misma
mañana llevaba 32 años conduciendo sin una sola sanción. Hace un rato me ha
parado la policía local en el paseo de la Cuba y me han multado por exceso de
velocidad. Mientras le entregaba al agente el carné de conducir, me he sentido
como un auténtico delincuente y él ha debido de notarlo. “Está usted en el
tramo inferior de la infracción”, me ha dicho para consolarme. “No hay pérdida
de puntos y, si paga usted en menos de 20 días, son solo 50 euros”. Buen chaval
el agente. “¿Y esto cómo se paga?” le he preguntado con expresión de cordero
degollado. Y he añadido: “Verá, es que es la primera vez en la vida que me
multan.” Me lo ha explicado con la paciencia y la suavidad de una maestra de
párvulos enseñándoles las vocales a sus pupilos. Luego me ha extendido el tique
para que lo firmara. He aquí un momento trascendental en mi existencia, la
alternativa de elegir entre ser un ciudadano sumiso o mostrar un último
vestigio de rebeldía contra la autoridad. “¿Pasa algo si no firmo?” “Pues no,
lo va a tener que pagar igual”. Me ha mirado fijamente. Ha reparado en un
tatuaje que me hice en el brazo hace un par de semanas. En mi camiseta negra de
Don Vito Corleone. Allí se mascaba el drama. “Entonces no firmo”, le he
espetado con mi mejor cara de malote. Durante unos segundos ambos hemos estado
a solas en medio de la jungla. “Bueno, como quiera. Ya puede continuar”. Me he
alejado con la sensación de haber cosechado una victoria pírrica. Ahora bien, en
ningún momento he apartado la vista del salpicadero para comprobar que no
superaba el límite de velocidad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/8/2018
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