La
semana pasada, uno de mis alumnos de cuarto de la ESO le mordió a su compañero.
Un señor mordisco en la mano, durante mi clase, mientras yo miraba. Confieso
que sufrí un ligero shock que me impidió reaccionar de forma inmediata.
Últimamente sufro de tensión alta, por lo que mi médico me ha encarecido que,
en la medida de lo posible, evite los berrinches. Así pues, decidí abordar el
asunto desde un punto de vista científico y pedagógico. Le pedí al autor del
mordisco (16 años) que me explicara tan curioso proceder. Al principio él lo
negó rotundamente, por lo que tuve que recordarle que mi sordera incipiente no
afecta a mi agudeza visual, que no sufro de alucinaciones, que me encontraba a
apenas cuatro metros del incidente y que el aula estaba bien iluminada. Insistí
en que me brindara algún motivo que pudiera justificar una conducta tan
alejada, no ya de las normas sociales más elementales, sino del comportamiento
habitual de la especie humana en los albores del siglo XXI. Algo cabizbajo, él
me explicó que su compañero, el receptor del mordisco, «le había pintado en su
cuaderno». «¿Y a ti te parece que eso justifica que le muerdas?» «Ea», replicó
él escuetamente. Llegados a este punto, solo se me ocurrió aconsejar al alumno
mordido que se pusiera la vacuna antirrábica y rogarle al depredador que se
abstuviera de morderme a mí. No es la primera vez que me ocurre algo parecido.
El año pasado, también en un aula de cuarto de la ESO, una de mis alumnas le
pellizcó un pecho a su compañera. Tuve que escribir un parte disciplinario que
provocó gran hilaridad entre el anterior equipo directivo. Me pregunto qué
pasaría si los padres pudieran espiar por un agujerito el comportamiento de sus
hijos en clase. ¿Todavía pensarían que los profesores tenemos demasiadas
vacaciones?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/11/2017
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