El
odio al turista siempre ha existido. Hace veintitantos siglos, cuando los
griegos veían a algún extranjero paseándose por su polis, lo denostaban y lo llamaban bárbaro (bar-bar era la onomatopeya que usaban para mofarse de las lenguas
que no comprendían). Los vecinos de la Zona seguramente odien con toda su alma
a los jóvenes turistas de otros barrios que perturban su paz y su descanso
nocturno. Por no hablar de los grupos de las despedidas de soltero. El odio al
turista no es sino una manifestación más del miedo a lo diferente. Ni siquiera
existe solidaridad entre los propios turistas, que se odian y desprecian
mutuamente cuando se ven obligados a guardar largas colas para visitar un
monumento o a esperar turno en el comedor del hotel. Cuando somos turistas, nos
convertimos en criaturas repletas de odio. Un compacto grupo de japoneses nos
bloquea el paso en El Prado y nuestra respuesta no es otra que el odio. Un
norteamericano se nos cuela en el selfi que nos estamos tomando en la Fontana
de Trevi y se convierte en el objeto de nuestra ira. ¿Cómo no odiar a la
familia numerosa que acaba de plantar su sombrilla a un metro escaso de nuestra
toalla? Las acciones violentas de Arran son únicamente la exacerbación de un
sentimiento compartido. A los vecinos de Barcelona que sufren los apartamentos
turísticos los consume la rabia y la impotencia. Magaluf es un polvorín que
cualquier día se convertirá en un nuevo Puerto Hurraco. Me imagino que los
primeros homo sapiens odiaban a los
neandertales, y viceversa. Que yo sepa, solamente existe un país que haya
encontrado una solución eficaz para este problema. Se trata de Corea del Norte,
pero dudo que sea un modelo digno de imitar.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/8/2017
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