Con
la masacre de Barcelona todavía fresca en la memoria, resulta difícil impedir
que los sentimientos se desborden. Primero, el dolor. Acto seguido,
inevitablemente, la ira. Pero la capacidad de someter la ira a los dictados de
la razón y de la compasión es la principal diferencia entre la gente decente y
los asesinos. Por ello, en lo que considero un ejercicio de prudencia,
voy a acallar mis sentimientos. Lo que importa ahora es apoyar a las víctimas y
a sus familias. También dejar que la policía trabaje sin más presiones que las
que ya está sufriendo. Pero hay algo en lo que no dejo de pensar, y me refiero
al origen de los asesinos, un grupo de muchachos que han nacido o crecido en
este país, que han pasado por el sistema educativo español, que han recibido
los mismos beneficios sociales que cualquier ciudadano de origen catalán. Una pandilla de descerebrados, sin duda, pero tal vez ni más ni
menos que muchos de sus coetáneos. No hablamos de jóvenes en situaciones
límite de marginación. No se trata de un grupo de muyahidines recién llegados
de Siria o de Afganistán, enloquecidos por la guerra y por los trituradores de
cerebros del Daésh o de Al Qaeda. Son (eran) únicamente una pandilla de jóvenes
que durante unos meses cayeron bajo la influencia de un lunático, ese imán de
Ripoll que ya está gozando de los favores de sus 70 huríes (una por cada
pedacito de imán que ha llegado al Paraíso). Pues bien, esos pocos meses en
manos de un fanático han podido mucho más que todos los años vividos en un país
occidental y democrático, en un régimen de libertades que trata de acoger a
quienes acuden a ganarse la vida entre nosotros. Unos pocos meses y esos jóvenes,
supuestamente normales, se convierten en una banda de asesinos sanguinarios. Y
la pregunta que surge es inevitable: ¿Qué estamos haciendo mal?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/8/2017
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