Este
Albacete semidesierto y cerrado por vacaciones recuerda mucho a Comala, la
ciudad fantasmal de Pedro Páramo.
Para redondear el parecido, tan solo faltan los perros famélicos y los coyotes
merodeando por las calles, y quizás alguno de esos arbustos que el viento del
desierto arrastra por los caminos. Los que sí están presenten son los
imprescindibles enterradores, trabajando a destajo para cavar las zanjas donde
hallarán descanso los cuerpos de las almas en pena de los que hemos quedado
atrás. Todo esto baña la ciudad de una belleza melancólica, acentuada por los
atardeceres interminables de agosto, algunos días también por el perfume de la
lluvia tras el chaparrón veraniego. Se queja un amigo de Facebook, sin embargo,
de que vivimos en una ciudad muy fea. En términos objetivos, seguramente tiene
razón. A todos nos gustaría disfrutar de algo parecido a un casco antiguo. Querríamos
pasear entre muros de piedra, en lugar de entre ladrillos y cemento. Nos
conformaríamos incluso con que los últimos ayuntamientos franquistas, allá a
finales de los 70, no hubieran consentido la destrucción de muchos bellos
edificios en la calle Ancha, que fue nuestra pequeña Gran Vía, y de la que no
queda sino un pálido reflejo de su modesta majestuosidad de antaño. Pero a
veces los tópicos aciertan, también con respecto a la belleza, que no reside en
las cosas ni en los lugares, sino en los ojos de quienes observan. Y en estos
días de canícula, atardeceres y tormentas no queda más remedio que amar esta
ciudad tan fea como acogedora. Esta ciudad adormecida y desierta, apenas un
cadáver secándose bajo el sol. Esta ciudad que a buen seguro añoraremos dentro
de unas semanas, cuando el otoño nos retorne a esa vida estridente y tediosa
que llamamos realidad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/8/2017
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