Mi padre cumple 90 años a principios de septiembre. En estos momentos yace en una cama del hospital. Su estado es grave. La edad avanzada es un estado grave en sí mismo, y ni siquiera la lógica fatal del paso del tiempo sirve para hallar consuelo. Su habitación está en la sexta planta. A la edad de siete años, mi hijo estuvo ingresado en el extremo opuesto del pasillo. Es mucho más sencillo aceptar la enfermedad en un anciano que en un niño, pero resulta curiosa esta simetría entre los principios y los finales, ambos hermanados por una verdad que a todos nos une: la vida es un milagro, y los milagros son raros, frágiles y, con frecuencia, efímeros. Ayer, durante un momento de especial abatimiento, mi padre me dijo que no iba a vivir mucho más. Tristemente, puede que tenga razón. Pero quise consolarlo, y traté de usar argumentos que no menoscabaran su dignidad de hombre anciano, pero en absoluto senil. Le pedí que pensara en el año de su nacimiento. Fue en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, cuando las portadas de los periódicos venían llenas de noticias sobre la guerra de Marruecos. Apenas tres meses después, en diciembre, tenía lugar la legendaria reunión de los miembros de la Generación del 27. Le pedí que pensara en la guerra y en la alegría de ver salir a su padre de la cárcel sano y salvo. En sus años felices en el magisterio. En mi madre y en nosotros, sus hijos, que hemos hecho lo que hemos podido por no complicarle demasiado la existencia. En los incontables libros que ha leído. En los recuerdos. «Has tenido una vida larga y buena». Sonrió. Él sabe que cada instante es un regalo, y que no va a irse de este mundo con las manos vacías. Ojalá podamos celebrar su 90º cumpleaños.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/8/2017
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