Un
amigo de Facebook acaba de publicar un comentario jocoso sobre lo traumático
que le resulta ir a la playa: «Tanto cuerpo amorfo —dice textualmente— retozando
en arena, gente horrenda y tíos rascándose el aparato reproductor, me he hecho
un esguince en las córneas». Al margen del sarcasmo (que algunas personas
pueden encontrar hiriente), y de que mi amigo tampoco es precisamente un
Adonis, creo que el comentario es atinado. Si me paro a pensarlo, los únicos
lugares donde las taras y miserias humanas se exponen de un modo más abierto son
los mortuorios de los hospitales y las morgues de los institutos forenses. Sin
embargo, en esas macabras instalaciones tienen el detalle de cubrir con sábanas
los tristes despojos que dejamos una vez concluido nuestro tránsito por el
mundo, incluso de guardarlos en cámaras frigoríficas herméticamente selladas.
En la playa, sin embargo, casi todo está a la vista y brilla en su esplendor o su
fealdad, con claro predominio de la segunda. Yo mismo tuve ocasión de elevar el
nivel de fealdad de cierta playa levantina el pasado fin de semana, al exponer
al sol las lorzas que he acumulado desde que mi dietista me dejó por imposible,
que son muchas y lustrosísimas. Como todo tiende a guardar un equilibrio, la escasa
belleza que yo añadía al entorno quedaba compensada por los jóvenes de ambos
sexos que recorrían el litoral luciendo su palmito. Una cosa por la otra. Además,
lo de exponer la propia desnudez al escrutinio ajeno encierra un valor
terapéutico, pues previamente es necesario aprender a aceptarse como uno es,
dejando atrás esos pudores y complejos que tanto nos complican la vida. Con
todo, siempre he pensado que las playas son lugares tristes, quizás tan solo
superados por el recinto más deprimente que ha sido capaz de idear el ser
humano, que no es el cementerio, sino el gimnasio.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/7/2017
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