Oímos
hablar con frecuencia de «fractura social», pero uno no es del todo consciente
de lo que implica el término hasta que se integra en una comunidad pequeña. Los
pueblos vienen a ser modelos a escala de las grandes urbes. Lo que se cuece en
ellos es más o menos lo mismo que en los núcleos urbanos (las mismas tensiones,
problemas similares, idéntica mala leche) pero el reducido tamaño conlleva que
todo aflore con más facilidad, y por lo tanto sea más sencillo de observar. La
propiedad es la principal fuente de problemas. Los asuntos de lindes, borrosas
en los registros y en la memoria, provoca enfrentamientos que se enquistan a lo
largo de generaciones. La política, en su versión más atávica y
guerracivilista, divide a los vecinos y los enfrenta con los ayuntamientos
cuando estos no son de su cuerda. Luego está el fútbol, por supuesto, cuyas
rivalidades condenan a los seguidores del Barça (en franca minoría por estas
latitudes) a recibir el poco amable marchamo de «catalinos». Y todo ello
agravado por el hecho de que en las ciudades se tiende a ignorar a los vecinos,
mientras que en las zonas rurales la costumbre es observarlos minuciosamente,
en tanto que constituyen un jugoso e inagotable tema de conversación. Incluso
los residentes temporales sufrimos estas fracturas durante nuestro tránsito
veraniego por el pueblo. Si hemos frecuentado un bar o tienda y decidimos
decantarnos por la competencia, no cabe esperar otra cosa que silencios
hostiles, cuando no miradas furibundas, por parte del empresario despechado. Hasta
el simple hecho de cambiar de señora de la limpieza provocará rumores y
conjeturas, te granjeará detractores y te abocará a unos más que probables
cien años de rencor. El Far West está
más cerca de lo que creemos. Para que luego hablen de las bondades del turismo
rural.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/7/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario