Dicen
que las opiniones son tan diversas como cierta parte del cuerpo. Yo no estoy
tan seguro. Pienso más bien que las opiniones van por modas y por épocas, que
los grupos dominantes sientan doctrina a su conveniencia, y que para ello se
valen de la necesidad del ciudadano medio de expresar criterios sobre cualquier
asunto, ya sean criterios propios o tomados al dictado. Vivimos sumergidos en
un caldo mediático, y basta con abrir la boca (en realidad, los oídos) para
pertrecharnos de esos argumentos que luego repetiremos en las charlas del café,
los que nos servirán para hundir en la miseria al cuñado casposo o cultureta en
la próxima cena de Nochebuena. Uno de estos juicios predominantes (no son
tantos, si lo piensan) se refiere precisamente a las mismas opiniones. Afirma
que todas sin excepción son respetables, y suele invocarse cuando uno anda
escaso de ideas y argumentos: «Bueno, todas las opiniones son respetables». Fin
de la conversación. Pues verán, yo disiento. No todas las opiniones son
respetables. Las hay sólidas y las hay endebles, las hay útiles y dañinas, las
hay dignas y deleznables. Es más, creo que la disensión es uno de los motores
del progreso, y que oponerse al pensamiento predominante es lo que nos
convierte en ciudadanos como Dios manda. Conviene, por supuesto, separar a las
personas de sus opiniones, por muy difícil que resulte a veces. En general
coincidimos en que todas las personas son respetables, aunque algunos poco se
esfuerzan por ganarse ese respeto. Y a casi todos nos gusta vivir en una
sociedad en la que uno puede abrir la boca sin que le corten la cabeza. Pero no
todas las opiniones valen lo mismo. Tampoco la mía, por mucho que aparezca
impresa en una columna de prensa. De hecho, son ustedes muy libres de pasársela
por el arco del triunfo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/7/2017
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