Siempre
he comulgado con la idea de que cada cual es dueño de su cuerpo, lo que me ha
llevado a defender derechos como el aborto, el derecho a una muerte digna y el
de las personas con disforia de género a elegir el sexo que les dicta su
cabeza, y no sus genitales. Así pensaba yo hasta hace unos años, pero estaba
equivocado. Y no porque ahora me oponga a los derechos que antes defendía. Mi
error estaba en el fondo del asunto, aunque tuve que ir cumpliendo años y
achaques para darme cuenta. No somos los dueños de nuestros cuerpos. Son
nuestros cuerpos quienes nos poseen, quienes están al mando, quienes dictan las
reglas. Si yo no me esfuerzo por complacerlo, él se vengará. En estos momentos
me está castigando con un ataque agudo de gota en el pie derecho. A mí me
encantan las chuletas y los gin-tonics. Él quiere verduritas y agua. Yo abogo
por el sedentarismo, él exige acción y ejercicio. Cuando me rebelo, el muy
canalla me atormenta con dolores y triglicéridos. Él es sin duda el jefe y,
como todos los jefes, es un idiota. No nos llevamos bien, pero a la postre
siempre descubro que es mi cuerpo quien lleva la sartén por el mango. Esta idea
encierra cierto consuelo, porque me brinda el recurso de echarle la culpa al
otro, al tirano, a ese que no soy yo. Aunque reconozco que puedo estar
equivocado, y que mi único propósito sea sacudirme la responsabilidad. En el
fondo sé que mi cuerpo y yo somos la misma cosa. En esta pareja indisoluble no
hay un culpable y un inocente, un tirano y un rebelde. Hay solamente un idiota.
Y lleva mi nombre.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/7/2017
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