Repaso
los comentarios que se han vertido en las redes sociales sobre la dimisión de
Javier Cuenca y me sorprende comprobar su tono laudatorio. No parece que nos
hallemos ante un político al uso, sino ante una nueva versión del romano
Cincinato. Javier Cuenca explica que no se encuentra bien de salud, y lo único
que se me ocurre al respecto es el deseo de un pronto restablecimiento (prefiero
no hacer cábalas sobre asuntos que ignoro). Lo que me sorprende es que alguien
dimita de un cargo político y la gente aplauda la nobleza e integridad del
gesto. Y hasta me da por pensar que la salud de nuestra democracia es todavía
peor que la del exalcalde. No creo que Cuenca, en sus dos años de alcaldía,
haya hecho nada memorable. Yo lo tenía catalogado más bien como un gestor poco
eficaz, un ejemplo más de esa tradición de alcaldes más complacientes con los
dictados de sus superiores que con las necesidades de sus conciudadanos. Ahora
el alcalde dimite y muchos se deshacen en elogios y expresiones de gratitud.
Francamente, no creo que sea para tanto. Y más teniendo en cuenta que se trata
de un funcionario de carrera en comisión de servicios, lo que le permite
regresar a su puesto anterior y aquí paz y después gloria. Mucho más mérito
tendría si el dimitido fuera uno de esos paniaguados que hacen toda su carrera
al amparo de su partido, sin más oficio ni beneficio que el carné de afiliado
en el bolsillo, sin más mérito que la habilidad de quitarse de en medio a
quienes se han cruzado en su camino. Debería resultaron normal, y hasta
saludable, que un político dimitiera. Lo anormal es que dicha dimisión nos
parezca el único gesto digno de encomio en quienes se dedican a cuidar de los
asuntos públicos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/6/2017
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