Para
explicar la supervivencia de un programa de televisión se suele invocar aquello
de «la tiranía de las audiencias», término muy adecuado, creo, porque si algo
caracteriza las tiranías es que quienes las ejercen son muy pocos y quienes las
sufren una vasta mayoría. En el caso de las audiencias televisivas, los tiranos
son el contado número de televidentes que tienen un «audímetro» instalado en su
sala de estar. Esto comporta el inconveniente de tener que informar al aparato
de cuántos miembros de la familia, y de qué edades, están sentados delante de
la tele en cada momento, lo que viene a ser como soportar la presencia
constante de un pariente pesado o un vecino fisgón. Las ventajas que estos
pocos privilegiados obtienen a cambio son, sin embargo, inmensas. Y no me
refiero ya a los incentivos económicos o en especie que puedan recibir, sino a
la posibilidad increíble de atormentar a un país entero a capricho, con la
enorme sensación de poder que eso tiene que suponer. De hecho, yo creo que casi
todos los miembros de esa élite de la audiencia deben presentar algún tipo de
patología que les hace experimentar placer con el sufrimiento ajeno. O eso o son
todos unos guasones impenitentes, porque solo así se explica que tengamos que
soportar engendros como Hora Punta, ese
pseudoprograma que perpetra, a la hora de máxima audiencia, el «periodista»
Javier Cárdenas, un sujeto que obtuvo su fama burlándose de ciertos pobres
desgraciados (recordemos a Carlos Jesús o al «Pozí»), y que ahora sigue
haciendo exactamente lo mismo, con la diferencia de que los pobres desgraciados
han pasado a ser los millones de televidentes que cada noche han de sufrir las
mamarrachadas de este fulano, aunque sea solamente en forma de ráfaga de
estupidez mientras practican el zapping.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/6/2017
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