Como
todo aquel que haya padecido una educación religiosa, a uno le cuesta
desprenderse de ciertos traumas y complejos cuyo origen es posible rastrear
hasta la infancia, una infancia la mía poblada de sotanas, al menos durante
cierta época sobre la que prefiero no extenderme. La cuestión es que, a veces,
como si de una enfermedad crónica se tratara, todavía siento terror al pensar
en la posibilidad de ir al infierno. Lo de ir al cielo, en cambio, ni me lo
planteo, quizás porque lo veo demasiado lejos de mis posibilidades, como
jubilarme con 60 años o llegar a comprarme un apartamento en la playa. Pero la
idea del infierno sí que me atenaza durante algunas madrugadas de insomnio,
seguramente porque me la inculcaron con gran lujo de detalles y a una edad
demasiado vulnerable. Mi amigo Paco Mendoza dedicó un poema al famoso ejemplo
de la hormiga. Imaginemos que a una hormiguita le da por recorrer la Tierra siguiendo
la línea del Ecuador. Este insecto, en su lento y leve caminar, iría dejando un
imperceptible surco al desgastar la corteza terrestre bajo sus patitas.
Pensemos en la cantidad incalculable de tiempo que le costaría a la hormiga
completar un giro, y luego en los siglos, milenios y eones que tardaría en
partir nuestro planeta por la mitad. Pues bien, ese lapso de tiempo no sería
nada comparado con la duración del infierno, que es eterno, y por lo tanto no se
puede comparar con cualquier cantidad de tiempo finito, por inconmensurable que
sea. Creo recordar que, en su poema, mi amigo Paco se ensañaba con la hormiga,
que a mí no me parece sino un bichito inocente. Cada vez que sufro de terrores
nocturnos, yo me acuerdo más bien del sádico con sotana que se la inventó. De
él y de su santa madre.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/6/2017
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