Conforme
la primavera avanza, la juventud va aligerando su atuendo, lo que, en general,
está muy bien. Nada que objetar. El problema es cuando el mismo fenómeno
(prendas cada vez más escasas y más exiguas) se traslada a las aulas. El calor
aprieta y uno ya no sabe si se halla en un centro de enseñanza o en el paseo de
Benidorm durante el mes de agosto. Algunos compañeros entienden que ciertos
modos de vestirse (o de no vestirse) no son adecuados para acudir a un centro
educativo. Los alumnos razonan que no hay nada estipulado al respecto, y que
por lo tanto no se les puede reprehender, y mucho menos sancionar, por
incumplir una regla que no está escrita en ningún sitio. Ayer intenté que un
grupo de chicos y chicas de 15-16 años reflexionaran sobre el problema. «Las
personas nos comunicamos de muchos modos —les dije tratando de sonar lo menos
casposo posible—. El vestuario que elegimos para mostrarnos en público no deja
de ser un mensaje que les transmitimos a los demás. A veces incluso una
declaración de principios. Vosotros no les habláis igual a vuestros amigos que
a un profesor. Del mismo modo, no podéis vestiros igual para venir al instituto
que para salir de fiesta el fin de semana. Y luego debéis recordar que venís
aquí para educaros, y que la educación es el puente hacia la vida adulta.
¿Pensáis que cuando estéis trabajando en una oficina, en un hospital, en un
juzgado o en unos grandes almacenes podréis vestiros como os dé la gana?»
Reflexionaron gravemente durante unos segundos, hasta que una espigada
muchachota de la segunda fila levantó la mano. «Profe, yo he pensado que voy a
venir a clase en bañador». Me quedé mirándola. «Muy bien, hija mía —le dije al
fin—. No seré yo quien te lo impida».
Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/5/2017
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