Miguel, mi hijo de tres años, se niega a dormir la
siesta sin antes ver durante un rato Toy Story, su película favorita.
Hace unos días, me disponía yo a poner en marcha el vídeo cuando me dijo lo
siguiente: «Papá, ponlo para que Buzz no se rompa.» Tuve que hacérselo repetir
media docena de veces antes de comprender las palabras, aunque el significado
oculto tras ellas seguía desafiando mis entendederas (¿no creen que los niños
deben tenernos por cenutrios sin solución?). En fin, tras dedicar un buen rato
a rascarme la cabeza perplejo, me encogí de hombros y puse en marcha el vídeo
sin más. Pero ¡ah fatalidad! ocurrió que en, determinado momento, Buzz Lightyear se cayó por el hueco de las escaleras y se rompió,
precisamente lo que Miguel me había rogado que no ocurriera. El llanto
desconsolado del niño me hizo comprender que allí había algo más que una simple
rabieta. Al principio me dije que mi hijo acababa de sufrir su primera crisis
de fe, la que sobreviene cuando descubrimos que papá no es más que un simple
mortal incapaz, por tanto, de subvertir el orden natural del universo. Después
caí en la cuenta de que los orígenes de su llanto eran de otra índole: mi hijo
no concebía una película del mismo modo que los adultos lo hacemos, como una
narración en la que los acontecimientos se suceden siempre del mismo modo. Para
él, tenía que resultar posible modificar la trama a voluntad, optar por una
línea argumental en la que los personajes hicieran cosas distintas a las que
nos tienen acostumbrados.
Las sugestivas implicaciones de aquella idea me
dejaron pensativo. ¿Se imaginan qué apasionantes horizontes se abrirían para el
cine si el espectador pudiera alterar la trama de la película a capricho? Yo
siempre he detestado, por ejemplo, que el personaje de Ingrid Bergman deje a
Rick en el desenlace de Casablanca. ¿No sería preferible hacer que Ilsa, siquiera de vez en cuando, se quedara con Bogart en lugar de marcharse
con el cretino de su marido, tan idealista y perfecto él? Por otro lado, no es
que tenga nada en contra del desenlace de Psicosis, pero ¿no resulta
monótono saber desde el principio lo de la esquizofrenia homicida de Norman
Bates? Aunque sigo disfrutando de la película cada vez que la veo, me fastidia
la ausencia de incertidumbre, la resignada certeza de que Anthony Perkins
acabará por hacer el numerito del cuchillo vestido con la bata de su madre, y
así una y otra vez. Si las películas fueran como mi hijo cree, cada vez que la
viéramos el final sería nuevo y sorprendente.
Pero hay algo que me inquieta en todo esto. Tal vez
Miguel —quién sabe si todos los niños pequeños— piense que también en la vida
cualquier alternativa es posible con sólo desearla. Quizá el mundo para ellos
sea como un descomunal videojuego en el que existe la opción de «salvar la
partida». De ese modo, siempre cabría la posibilidad de regresar al momento
anterior a aquel en que las cosas comenzaron a torcerse y procurar hacerlo todo
bien esta vez. Si llego a saberlo... repetimos a menudo. ¿No es cierto
que bajo esta tan trillada frase se esconde la angustia de sabernos juguetes
del azar? Sin embargo, puede que para los niños pequeños si llego a saberlo
sea mucho más que una forma de expresar contrariedad. Sospecho que en su
concepción del mundo, aún no contaminada por el dolor, basta con cerrar los
ojos y volver a abrirlos para que errores y desgracias nunca hayan ocurrido.
Para ellos, vivir debe de resultar tan sencillo como rebobinar una cinta de
vídeo y volver a usarla. Los adultos, en cambio, sabemos que en la vida sólo es
posible navegar aguas abajo. Nos queda, eso sí, el refugio de los sueños.
Lástima que, como sabe muy bien el protagonista de la última película de
Alejandro Amenábar, éstos tengan esa maldita tendencia a convertirse en
pesadillas. Me cuesta imaginar un momento más atroz que aquel en que un niño
«despierta» a la certeza de que el mundo es en realidad un lugar despiadado.
Imagino que es entonces cuando nuestra memoria se vacía y arrancan los
recuerdos que conservaremos en el futuro. ¿Acaso podríamos seguir viviendo si
no fuera así?
También llegará para Miguel el momento de despertar,
pero les aseguro que no seré yo quien lo saque de su error, quien le explique
que en el mundo real, este feo mundo que hemos inventado con nuestras feas
mentes de adulto, los errores casi siempre se pagan, que la vida rara vez nos
concede una segunda oportunidad.
La Verdad de
Albacete, 12 de febrero de 1998
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