«Preferiría
no hacerlo». Así contesta Bartlebly, el escribiente de un prestigioso abogado
de Wall Street, cada vez que su jefe le encarga una tarea. «Preferiría no
hacerlo» se ha convertido en una cita emblemática en la historia de la
literatura. Herman Melville publicó este relato en 1853, y su influencia no ha
hecho más que agigantarse con el tiempo. Se dice que Bartlebly es el precedente
directo de esos personajes de corte existencialista que abundan en la
literatura del siglo XX: Kafka, Camus, Sartre… Bartleby pasa todo el día de
brazos cruzados contemplando una pared de ladrillo a través de la ventana. Es
el escribiente que no escribe, el hombre que ha optado por la inacción. Su
presencia en la oficina es constante, pero no supone ninguna diferencia. No
ayuda, no estorba. Sencillamente está ahí, y a la vez no está. No puedo evitar acordarme
de este personaje cada vez que entro en un aula de secundaria (e incluso de bachillerato).
El censo de los Bartlebys que pueblan nuestras aulas arrojaría cifras
sorprendentes. Acabo de salir de una clase de cuarto de la ESO. Son apenas veinte
alumnos. Se podría trabajar tantas cosas con ellos. Se les podría enseñar
tanto. Sin embargo, al menos cinco de ellos son Bartlebys consumados. Prefieren
no obrar. Han optado por no hacer nada. Tienen una ventaja sobre el escribiente
de Melville, sin embargo. Ellos disponen de un hogar con todas las comodidades
al que regresarán cuando termine el horario lectivo, y allí seguirán perseverando
en la incuria y la apatía. Además, en el caso de mi instituto, ni siquiera
tienen que mirar una aburrida pared de ladrillo, pues a través de las ventanas
de las aulas pueden contemplar las verdes copas de los árboles del parque. El sistema
permite que los Bartlebys prosperen en nuestras aulas. Algunos incluso
aprobarán y pasarán de curso. ¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!
Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/5/2017
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