Una de las formas más eficaces de evitar el estrés consiste en hacer siempre la compra en el mismo supermercado. Entre
mis peores pesadillas de la vida real, una que figura en un lugar destacado es
la de deambular como un alma en pena por los pasillos de un supermercado
desconocido con una larga lista de la compra en las manos. Confieso que me da
vergüenza preguntar a los empleados dónde está esto o aquello, y más si son
empleadas. Puedo hacerlo una vez, como máximo dos. A partir de ese momento me
pongo en manos del azar. Trato de recorrer los pasillos siguiendo un orden
sistemático e introduzco en el carrito los productos que me voy encontrando.
Pero siempre dejo pasillos sin recorrer. Siempre hay productos colocados en
sitios absurdos. Y al final descubro que ha transcurrido una hora entera y que
la mitad de mi lista sigue virgen. Y entonces es cuando me sobreviene lo que
denomino la «parálisis del supermercado», una situación de angustia y
saturación que me impide dar un paso más. Y allí me quedo, congelado en alguna
de las infinitas encrucijadas, esperando que mi cerebro reaccione o que algún
empleado bondadoso venga a rescatarme. Es más, hay veces en que, incluso
teniendo un producto más o menos localizado, me siento incapaz de encontrar la
variedad correcta. La semana pasada me ocurrió con los yogures. En mi lista
(confeccionada por mi mujer, claro) había dos variedades: los griegos de
stracciatella y los naturales con azúcar de caña. Miré, remiré y contemplé
docenas de variedades de yogur hasta que todas me parecieron iguales.
Transcurrió el tiempo y un golpecito en la espalda me sacó de mi estupor. Era
un antiguo alumno que se había acercado a saludar. «¿Me puedes ayudar, por
favor? —le supliqué con gesto de ancianito indefenso—. No encuentro estos
yogures.» Me sonrió con indulgencia y dio con los malditos yogures en cuestión
de segundos. En idioteces como esta consiste el hacerse mayor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/3/2017
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