La
semana pasada se nos fue Gregorio Salvador, compañero de muchos en varios
diarios e institutos de enseñanza secundaria. Amigo de no pocos. Incluso amigo de
quien esto escribe, que no se prodiga precisamente en amistades. Y eso que
querer a Gregorio no siempre resultaba sencillo. A veces te hablaba con una
sinceridad que te dejaba desarmado, y uno no sabía muy bien si darle las
gracias o mandarlo a hacer puñetas. Lúcido como pocos, era uno de esos tipos
que casi siempre dan en el clavo, aunque a veces el clavo haga daño. Y charlar
con él era como habitar una isla de sentido común en medio de un océano de inanidad.
Fue un maestro de la opinión certera y contundente, el primero en alzar la voz
cuando el emperador salía a pasear desnudo por las calles. Con el tiempo, las
personas como él logran conquistar ese bien tan escaso y tan caro que es la
libertad. Para algunos resultan incómodas, pero eso no las hace menos
necesarias. Y cuando uno se acostumbraba a su incapacidad para la hipocresía, a
su acerada inteligencia y a ese aspecto tan peculiar de antihéroe o de músico
de rock en decadencia, resultaba imposible prescindir de él. Gregorio era un
hombre calmado, un hombre que nunca tenía prisa. Por eso a quienes lo apreciábamos
nos resulta raro que haya decidido irse de un modo tan repentino, sin darnos la
oportunidad de tener una última charla para ponernos sentimentales y decirle
cuánto lo vamos a echar de menos. Aunque a él eso no le habría gustado y nos
habría soltado alguna de las suyas. Como aquella vez en que me lo encontré en
pleno mes de agosto, con un calor que asaba las piedras, y le pregunté por qué
llevaba chaqueta. «Para tener bolsillos y no tener que llevar mariconera, como
tú», me contestó. Descansa en paz, amigo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/4/2017
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