En
una entrevista reciente para el diario La
Vanguardia, el escritor Quim Monzó habla sobre gastronomía y restaurantes,
aunque le da un giro inesperado al tema al abordar qué ocurre cuando llega el
momento de pagar la cuenta. Corre cierta leyenda según la cual los españoles somos
aficionados a montar grandes trifulcas, e incluso a llegar a las manos, si de dárnoslas de rumbosos se trata. Creo que se trata de un mito más, aunque
Monzó lo deja sentenciado al hablar de su experiencia con sus editores: «Jamás
pagan —dice—. Se llevan la mano a la cartera cuando llega la cuenta, eso sí,
pero no es para pagar, aunque lo parezca, sino para asegurarse de que no salga
la cartera en ese momento. Una vez fui a comer con tres y acabé pagando yo
después de una sesión de contorsionismo». Yo creo que he sido afortunado en
este aspecto. Que recuerde, cuando he quedado a comer con algún editor siempre
han sido ellos quienes han insistido en responsabilizarse de «la dolorosa»
(aunque aclarando que pagaba la empresa, lo que le restaba generosidad al gesto).
Cuando el ágape ha tenido lugar en mi terreno (noblesse oblige) el que ha insistido en pagar he sido yo, pues uno,
a pesar de su insultante juventud, en el fondo es un poco chapado a la antigua.
Muy distinta ha sido la situación, en cambio, con ciertos compañeros de trabajo
de estos con quienes te ves obligado a compartir café a diario. Recuerdo un
profesor de matemáticas que convirtió en un arte la técnica del escaqueo,
arreglándoselas para no pagar un solo café en todo el curso. También a un
antiguo compañero de religión (hace mucho tiempo de esto) que hizo lo propio,
con lo que al final de curso descubrí que lo mismo me habría dado seleccionar
la casilla de la iglesia católica en la declaración de la renta.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/4/2017
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