Esta semana se ha celebrado el Día Mundial de la Radio, tema socorrido donde los haya para escribir un artículo para salir del paso. Pero les doy mi palabra de que para mí la radio es importante. Es cierto que apenas oigo otra cadena que RNE (Radio 1, en concreto). No soporto esas cadenas de locutores anfetamínicos y éxitos latinos encadenados. Ni siquiera disfruto de las emisoras que emiten temas clásicos de rock. Me gustan Dire Straits y los Stones como al que más, pero prefiero oírlos cuando a mí me apetece, a mi aire y en mis tiempos. Para mí la radio es fundamentalmente palabra. Una voz en la soledad. Empecé a escucharla en la época en que me encontré solo por primera vez. La oía en la cocina, sobre todo. Me acostumbré a enterarme de la actualidad por lo que entonces se llamaba todavía el Dario hablado. Sin darme cuenta les puse caras a los locutores y era como si se sentaran conmigo cada día a la mesa. Por las noches, durante la cena, me dio por escuchar Radiogaceta de los deportes, aunque jamás me gustó el fútbol y sigue sin interesarme. Pero me fascinaba la emoción con la que aquellos profesionales (me acuerdo muy bien de Juan Manuel Gozalo) trasmitían la actualidad deportiva. Luego nació mi hijo, y mientras le daba de cenar sentado en su trona, ambos oíamos El ojo crítico, con cuya sintonía llegué a inventar una extravagante coreografía que hacía que el crío se partiera de risa. En las mañanas de los fines de semana me acostumbre a oír No es un día cualquiera, y me declaro un fan absoluto de Pepa Fernández y de sus magníficos colaboradores. No, no es verdad aquello de que el vídeo mató a la estrella de la radio. Las cosas mejores de la vida se resisten a desaparecer.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/2/2017
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