El lunes pasado viajé a Madrid, ¿y a que no adivinan lo primero que me encontré al salir de la estación de Atocha? Exacto. El autobús de marras. El de los niños tienen pene y la niñas tienen vulva. Y si naces hombre, seguirás siéndolo. Y si eres mujer, ídem de ídem. Les juro que me tuve que frotar los ojos. Se me ocurrió que debía de ser algún tipo de campaña publicitaria de esas que recurren al humor o al escándalo. Algo similar a aquel videoclip de «Amo a Laura, pero esperaré hasta el matrimonio» que resultó ser un anuncio de la MTV. Cuando reaccioné intenté hacerle una foto, aunque no llegué a tiempo. Y maldije en arameo, porque pensé que sin foto nadie iba a creerme cuando lo contará a mi regreso. Por suerte, el autobús de la discordia ha sido el más fotografiado desde que los Beatles rodaron Magical Mystery Tour. Por suerte o por desgracia. En Dublín hay una atracción turística llamada «el autobús del terror». Un autobús de dos pisos pintado de negro recorre las calles de la ciudad anunciando (con letras de sangre) que quien se atreva a abordarlo vivirá la experiencia más terrorífica de su vida. Este autobús de los niños y las niñas, de los penes y la vulvas, debe de ser algo parecido, aunque mucho menos divertido que la atracción dublinesa. Porque es fácil imaginarse qué tipo de monstruos acechan tras las ventanas opacas del vehículo. Los peores. Los de la vida real. El monstruo de la intolerancia. El de la intransigencia. El del pensamiento único. El del odio a todo lo diferente. Esos monstruos que creíamos bien muertos y enterrados, todos con su correspondientes estacas en el corazón, y que de vez en cuando reviven para recordarnos que nunca debemos bajar la guardia.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/2/2017
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