Con
todos los «peros» que se le puedan poner, lo del Informe PISA tiene sus
ventajas. Las tiene, al menos, para quienes escribimos columnas de opinión y
andamos faltos de tiempo y escasos de ideas. Esta vez parece que la torre de
Pisa se endereza un poco y conseguimos un aprobado raspadillo. Sin embargo, los
aguafiestas nos advierten de que esto no ha ocurrido por méritos propios, sino
porque nuestros rivales en mediocridad han obtenido resultados peores que los
de hace tres años. Como profesor que soy, es de rigor entonar el mea culpa, y reconozco que en mi gremio
abundan más las quejas que las soluciones. «¿De qué puede quejarse un colectivo
con tantas vacaciones?», los oigo preguntarse. Y quizás con razón. Puede que
los profesores nos quejemos de puro vicio y nos empeñemos en aspiraciones
descabelladas. Por ejemplo, la aspiración de recuperar las condiciones
laborales que teníamos antes de que Cospedal y sus secuaces vinieran a asolar
esta región. La aspiración de recuperar un plan de formación y reciclaje del
profesorado (sin que los espabilados de los sindicatos metan mano en el pastel,
a ser posible). La aspiración de que esos alérgicos a la tiza que se
autoproclaman expertos en educación les concedan algo de importancia al
conocimiento y al esfuerzo, y dejen de inventar modos de ahogar a los docentes
de verdad en papeleo inútil. La aspiración de que los niños vengan medianamente
educados de casa, con algunas nociones de lo que significan la atención y el
respeto. Y ya puestos, de que los padres respeten el trabajo de los maestros de
sus hijos, en lugar de alimentar los subterfugios de los niños y poner palos en
las ruedas. Aspiraciones imposibles, sin duda. Como la de imaginar que la
enseñanza en un país puede ser mejor que el nivel cultural de sus ciudadanos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/12/2016
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