El día 14 tuvimos la superluna más vistosa que la especie humana había disfrutado desde 1948. En términos astronómicos el asunto tiene su intríngulis. Consiste en la coincidencia entre la luna llena y su perigeo. Esto debió de parecerle fascinante a sir Isaac Newton. A efectos prácticos, nuestro satélite apenas se veía distinto de cualquier otra noche de plenilunio. Pero conviene hablar de la Luna de vez en cuando, más que nada porque tendemos a olvidarnos de ella por el hecho de verla aparecer cada noche. Pero no dejar de resultar conmovedora la lealtad con la que nuestro satélite nos sigue orbitando, como un compañero fiel que se niega a desprenderse de los asuntos humanos. No estábamos aquí cuando comenzó este baile cósmico. Tampoco estaremos aquí cuando termine. Entretanto, hemos sido capaces de devolverle sus visitas en seis ocasiones, entre 1969 y 1975. Aquellas misiones Apolo que lograron la proeza de surcar los mares de la Luna empleaban una tecnología que hoy nos parece prehistórica. Los móviles que llevamos en nuestros bolsillos poseen tal poder de computación que todos aquellos cohetes, cápsulas y módulos se nos figuran tan sofisticados como la tostadora que tenemos en la cocina. Sin embargo, desde entonces nos hemos obstinado en quedarse pegada a la Tierra, o como mucho en emprender tímidos vuelos por sus inmediaciones. El sueño del presidente Kennedy se ha malogrado, y preferimos usar nuestros ordenadores del futuro para comprar baratijas en el Black Friday y para fisgonear en las vidas ajenas. Pero la Luna sigue ahí, empeñada en recordarnos su existencia. A veces viene disfrazada de superluna, cada pocos días cambia de aspecto y con frecuencia hasta nos visita en pleno día. «¡Eh, vosotros, miradme! —parece decirnos—. ¡Dejar de arrastraros por el suelo!». Y de paso nos hace pensar en que hay otras fronteras, en que hay otros futuros posibles.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/11/2016
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