De todas las películas de estreno que he visto este año, la que me ha parecido más interesante es La llegada (Arrival), del director canadiense Denis Villeneuve. Doce naves extraterrestres alcanzan la Tierra y se posan en lugares aparentemente elegidos al azar. Los alienígenas (heptápodos con aspecto de pulpos gigantescos) no parecen hostiles, pero a las autoridades les urge comunicarse con ellos para conocer sus intenciones. La premisa suena a ciencia-ficción de la más tópica y rancia. Nada más lejos de la realidad. Lo que se nos cuenta no es una invasión ni una guerra de los mundos. Y la protagonista no es una aventurera ni una arqueóloga. El personaje que borda Amy Adams es una filóloga, una experta en lingüística y traducción. De lo que trata la película es de la comunicación, de las dificultades que entraña la transmisión de ideas entre mentes distintas (y dispares, en este caso). Allá por los años 40, los lingüistas Sapir y Whorf formularon la hipótesis denominada «de la relatividad lingüista». Según esta teoría, la forma en que entendemos y conceptualizamos la realidad depende de las peculiaridades de nuestra lengua materna. Un alemán, pongamos por caso, no puede percibir el mundo igual que nosotros, pues el idioma en el que piensa y se expresa es distinto. Al estudiar una nueva lengua, adquirimos también una nueva visión del mundo, ampliamos nuestros horizontes, ensanchamos nuestra mente. La película de Villeneuve (basada, por cierto, en un prodigioso relato de Ted Chiang) lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias. Conforme va aprendiendo a expresarse en «heptápodo», la protagonista comienza a percibir la realidad como los alienígenas. No hay mejor camino hacia la concordia que las palabras. Aprender a hablar como otros es aprender a ponerse en el lugar de otros.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/12/2016
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