El miércoles bajé a comprar tabaco.
Sí, he vuelto a fumar este verano. A principios de julio era un cigarrillo
gorroneado de vez en cuando. Ahora son en torno a veinte. Pero no era de eso de
lo que quería hablar. El caso es que el miércoles pasado bajé al estanco a
comprar tabaco. Ya en el interior del establecimiento, salió a mi encuentro una
joven bastante guapa que me preguntó: «¿Fuma usted?» En un primer momento no
supe qué contestar. ¿Cómo negarlo para, acto seguido, comprar un paquete de
cigarrillos? De modo que compuse mi expresión más compungida y confesé que sí,
que fumaba desde hacía unas semanas, pero que estaba a punto de dejarlo de
nuevo. «Este mismo fin de semana dejo de fumar —le dije—. Ya ves, quince años
sin fumar y ahora caigo en el vicio otra vez. Qué tontería, ¿verdad?» La chica
se quedó en suspenso unos segundos. Luego me preguntó: «¿Qué fuma usted?» Mi
expresión de bochorno se acentuó cuando respondí que fumaba Winston, pero ella
siguió a lo suyo: «Le propongo que pruebe el nuevo Marlboro, tan bueno como su
Winston pero más barato». «No, no —repliqué alarmado—, si ya te digo que voy a
dejarlo este fin de semana. El mismo sábado. Es que es malísimo para la salud».
Ella me dedicó un gesto de «¿Y a mí qué me está contando este tío?» Y se volvió
para abordar a un cliente que acababa de entrar. Y en ese momento se hizo la
luz en mi mente. Comprendí que hacerse viejo consiste en contarle a la gente
joven cosas que no les importan un pimiento. De hecho, estoy deseando que el
ayuntamiento abra más zanjas para acercarme a contemplar cómo trabajan los
obreros.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/9/2016
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