Me gusta releer estos artículos
cuando aparecen publicados en el diario. Sé que este pequeño vicio me delata
como un tipo algo narcisista, pero no conozco a ningún escritor que se resista
a la tentación de echarse un vistazo cuando algo suyo sale en letra impresa. No
importa que se trata de toda una novela o de una columna corta como esta. El
placer que se experimenta es el mismo. Y también el miedo. Por un lado, el
miedo a saberse expuesto al escrutinio del lector. Por otro, el de que haya
deslizado alguna errata. Más que miedo, lo de las erratas es una certeza. Antes
se les echaba la culpa a «los duendes de la imprenta, lo que no dejaba de ser
una excusa pueril. Las erratas vienen a ser como los borrones de la época de la
estilográfica, con la diferencia de que las imprentas y rotativas multiplican
el borrón hasta completar la tirada, para mortificación del columnista o
novelista. Lo cierto es que basta con abrir el libro o el diario para
encontrarse con la errata de marras: una palabra cambiada de sitio, otra que
falta de su lugar, o bien (horror de los horrores) una metedura de pata de las
que despiden el tufo inequívoco de una falta de ortografía. Y luego están esas
raras ocasiones en las que el artículo ha aparecido limpio, pero alguien lo ha
leído en la cafetería mientras desayunaba una tostada con aceite. Y ahí está el
impuro lamparón, con aspecto de mancha de Rorschach, profanando la parte más
lírica del texto. En fin, ¿para qué luchar contra lo inevitable? Las manchas y
erratas no son sino la voz de nuestros subconsciente llamándonos ilusos por
aspirar a la perfección, pues la vida no es otra cosa que una serie de errores
en cadena.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/10/2016
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