A pesar de lo poco propicias que son estas fechas para abordar cuestiones
medianamente serias, se está oyendo hablar mucho sobre la implantación para el
próximo curso de las reválidas de ESO y Bachillerato. Con un PP crecido en la
adversidad, parece que el cumplimiento de la LOMCE no admite más demora, lo que
ha provocado una tímida rebeldía en algunas de las comunidades gobernadas por
el PSOE. Se argumenta que las reválidas ponen en tela de juicio el progreso de
los alumnos durante toda una etapa educativa, puesto que los chicos deberán
jugarse a un solo examen la titulación que hasta ahora recibían por el hecho de
aprobar los cursos correspondientes. También se habla de que el sistema
introducirá intereses económicos (los de las academias) en una cuestión que
debería ser puramente educativa, pues serán mucho los estudiantes que tendrán
que recurrir a clases particulares para poder revalidar su título en
septiembre. Los detractores afirman, además, que las reválidas desprestigian la
labor del profesorado al restarle valor a la evaluación que se realiza en los
centros. De lo que no se habla es de esos alumnos que dejan los institutos
públicos para ingresar en colegios privados, donde los padres que pueden permitírselo
buscan asegurarse el aprobado o las buenas calificaciones de sus hijos. Quizás
las reválidas que se avecinan sirvan al menos para poner en evidencia el
auténtico valor de esas calificaciones obtenidas «a golpe de talonario» (no
faltan ejemplos cercanos). Dudo que el sistema que prevé la LOMCE sea el
idóneo, pero estoy convencido de que es necesario un procedimiento que modere
las calificaciones y actúe como piedra de toque, separando la evaluación
honesta y veraz de la que no lo es. Otra cosa sería perpetuarnos en la
injusticia y en la arbitrariedad. Y en la enseñanza ya andamos más que sobrados
de ambas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/8/2016
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