Mañana empiezan las fiestas del pueblo donde pasamos buen
parte del verano. Eso quiere decir que mañana terminan nuestras vacaciones
aquí. Adiós al aire transparente de las mañanas, al chapuzón en la piscina
municipal, a las tardes soñolientas, al paseo entre olivos y almendros, a las
acrobacias crepusculares de las golondrinas, al fresco aire nocturno y a la
colcha en la cama. Adiós a las cervezas en el patio, al zumbido de los
moscardones, a las siestas hasta pasado
mañana, al crepitar de la leña en la barbacoa. Adiós a la fragancia de la
tierra tras el chaparrón estival, al tañido de las campanas en la ermita
anunciando la novena, a la mirada que se pierde en la lejanía mientras el sol
completa su recorrido. Adiós al encuentro con uno mismo, al placer de habitarse
por entero. Adiós al silencio, al deleite de escuchar el rumor de la sangre en
los oídos. Adiós a los días sin reloj, a sentirse dueño y señor del tiempo, al
dulce abandono en brazos de la persona amada. Mañana empiezan las fiestas de
este pueblo. Empieza el fragor de la verbena hasta la madrugada. Empiezan las
barrabasadas de esas manadas de adolescentes que solo visitan el pueblo durante
las fiestas y que, libres de la vigilancia paterna, celebran sus salvajes ritos
de iniciación a base de alcohol, motocicletas y brutalidad. Mañana, este lugar
que para mí ha sido el paraíso, se convierte en territorio comanche, en un
sitio hostil del que es necesario huir. Y con esta urgencia por escapar llega
la constatación de hasta qué punto somos intrusos aquí. Este pueblo donde
pasamos las vacaciones, poblado por fantasmas durante los crudos meses de
invierno, adquiere vida a finales de agosto, como un cadáver que revive bajo el
sol. Nos marchamos porque no pertenecemos a este lugar. En cambio, no me cabe duda
de que mis vecinos disfrutarán de sus fiestas. Y es justo que así sea.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/8/2016
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